Un cuento sobre escritores

Ernesto Bustos Garrido nos trae un fragmento (comentado por él mismo) de una novela de Iván Thays que se lee como un cuento. Un cuento sobre las enemistades literarias, sobre los fracasos y éxitos de los escritores, sobre la locura…

Una historia corta, en definitiva, sobre el mundo de la literatura que no nos dejará indiferentes.

Escritores exitosos, escritores fracasados

Los escritores suelen hacer malos cuentos de escritores, aunque no siempre. El asunto central es ser auténticos y no utilizar una historia para comprarse un pasaje barato hacia el limbo de las letras. Hoy día los libretistas de las historias que se cuentan y muestran en televisión recurren mucho al escritor-personaje, como también al periodista-personaje. ¿Será porque escritores y periodistas siempre tienen algo interesante que contar? Si es así, debemos colocar una cláusula ética: que haya un desdoblamiento real para que el héroe de la historia no sea alguien conocido o muy cercano, y este ardid aparezca como que le estamos haciendo propaganda.

Historias sobre escritores

Las historias sobre escritores deberían contarse desde lejos o ser absolutamente originales, aunque por estos días esto es difícil. Por un lado, hay una demanda constante por historias que pueden elevar ventas o rating; y por otro, muchos libretistas son ellos mismos o algún conocido muy próximo. Esto contamina cualquier historia, que puede ser interesante, pero le resta valor literario. Ya lo decía Flaubert: el escritor debe desaparecer de la trama de cualquier novela y cualquier cuento, y para eso se requiere mucha originalidad. El premio nobel de literatura Elias Canetti postulaba que el escritor debe ser todo ojos y oídos: ver y escuchar al prójimo para apoderarse de sus historias, de sus palabras, de sus modos; meterse entre las multitudes para captar los sonidos verdaderos de las gentes. Allí siempre encontrará motivo para escribir y contar.

¿Una novela autobiográfica?

Iván Thays (Lima, 21 de octubre de 1968), escritor peruano a quien Vargas Llosa elogió no hace mucho tiempo, ha producido una novela, Un sueño fugaz (Anagrama), donde bien el personaje central de la obra podría ser él mismo. Si así fuera, ha hecho algo digno de comentar: Se ha puesto distintos trajes (también se ha hecho ojos y oídos) y ha adornado el argumento de la novela con experiencias escriturales de otras personas. Eso enriqueció la novela y le restó un poco el tinte autobiográfico. “Un sueño fugaz” cuenta la historia de un escritor que siendo muy joven conoció el éxito, pero luego de irse a Europa para consumar su fama, fracasa y debe regresar a Lima con la cola entre las piernas, además de viejo y casi acabado.

Memorias de un taller literario

un cuento sobre escritores
Escritor Iván Thays

Y recuerda; recuerda a sus amigos de ese juvenil taller literario llamado “Centeno” que dio buenos y malos frutos. Algunos de ellos pudieron encumbrarse en las letras, pero otros nunca lo lograron, como es el caso del profesor Delgado, un hombre un poco más grande que la muchachada del taller y que nunca logró plasmar una obra imperecedera. Thays lo describe como un ser lleno de envidias y rencores ¿Alguna alusión a un personaje conocido?

El siguiente es el capítulo que Thays le dedica a este personaje, donde se verá que hay caídas de las cuales uno nunca se levanta.

Un pequeño detalle: en el texto original el protagonista dice –recor-dando– que “en ese tiempo yo era una adolesccente sin ningún talento”. Pareciera que hay un error en el género del narrador, quien en realidad es un hombre, o así parece serlo.

El texto que entregamos ha sido extraído de la novela Un sueño fugaz, facilitada por la Biblioteca Viva –Plaza Egaña, de la Fundación La Fuente (Santiago de Chile).

Por Ernesto Bustos Garrido

Se lee como un cuento: «El profesor Delgado», de Iván Thays

Al profesor Delgado lo conocí antes que a ninguno de los demás centenos (*). Lo conocí cuando se llamaba Marco y no me causó ninguna impresión entonces, en el curso de aquel limbo que llamábamos Letras y que antes de prepararnos para la carrera, nos predisponía, tempranamente, contra ella. El profesor Delgado me envidió siempre. Era diez años mayor que yo. Por aquel entonces yo era una adolescente sin ningún talento, más bien asustadizo, pero me envidiaba. Era una envidia con objeto, pero sin consecuencias, una envidia natural, casi sana, un fantasma convocado por temores y perjuicios. Cuando coincidimos en el Centeno, su envidia se reactivó y se volvió histérica e histriónica. Alguna vez amenazó con golpearme si seguía dándole la contra a sus cuentos. Por lo demás, mi ascenso meteórico a la fama – otro limbo– le dio ocasión para maldecir su suerte y darle perspectiva a su fracaso. Cuando me tocaba leer un cuento se hacía el que no escuchaba soltando un par de insultos personales y tres o cuatro miradas violentas que le hacían temblar los labios de impotencia. Cundo se casó, creyó ofenderme al no invitarme. Cuando presenté cada uno de mis libros de juventud limeña, se hizo obviamente presente para luego retirarse apenas empezaba yo a agradecer el éxito, con un movimiento de sillas que chirriaban incluso sobre el suelo alfombrado. Ninguna de sus exabruptos herían al blanco, en parte porque la envidia hace que incluso el mejor arquero haga pifiar la flecha, en parte porque mi inusitado éxito había alimentado envidias más grandes y siniestras y, a decir verdad, empezaba a caerme bien el pobre desgraciado.

Cuento sobre escritores Iván Thays

Mi viaje a Europa puso pausa al conflicto, si acaso lo hubo, y mi estrepitoso fracaso europeo, previsiblemente, debió ponerle fin. Aun así, a mi regreso al Perú preferí no verlo, una suerte de culpa de no haber triunfado no para mí, sino para él. Al menos eso pensaba, sin saber entonces que existían fracasos deslumbrantes, más envidiables que algunos triunfos.

El mío, mi fracaso, no era de los deslumbrantes, definitivamente.

Pero el suyo, el del profesor Delgado, Dios mío, ¡qué fracaso envidiable!

***

Pero  basta, basta de recuerdos viejos. Los nuevos, los que trato de aislar en el café con paciencia ornitológica, separando la paja fina de la suciedad y la pelusa, estos nuevos recuerdos me conducen a un profesor Delgado internado en una casa de reposo. Una cama de hospital, un cuarto compartido con tres personas más, igualmente enfermas, todos diagnosticados y moribundos. Depresión aguda, ansiedad, bipolaridad, intento de suicidio. El profesor Delgado enfermo parecía oscurecido, como bañado por una y otra y otra capa de barniz que se superponía sobre los colores naturales de su rostro. Había adquirido, con la edad y la agonía, una expresión falsa, engañosa, hipócrita. Antes, por el contrario, incluso bajo la sombra del rencor y la envidia, parecía luminoso. Pero, en su caso, también un rostro limpio ocultaba mentiras.

Tuve que caminar desde la estación del bus y pasar un puente, luego un prado y luego otro puente. Una vez en la casa de reposo te encontrabas con una veintena de cabañas alineadas, todas idénticas. Hacia el fondo, una nueva cuadrilla de cabañas y un círculo de cemento rodeado de arbustos. Había también pequeños talleres de artesanía, carpintería, pintura, un horno de pan. Parecía un pueblo autosuficiente. El bosque, tras las cabañas, se veía pequeño. Una enorme y vetusta escultura de madera, probablemente un cristo, adornaba la entrada. La puerta de ingreso era estrecha. Un perro se ocultaba detrás de la reja y miraba a los visitantes con astuta melancolía.

***

Había decidido el viaje esa misma tarde, apenas supe que el profesor Delgado estaba internado en la casa de reposo. Alisté mis cosas, no le dije a nadie adónde iba y partí. Sentía en mi mochila el peso de las cosas que había comprado el día anterior. De las “que me había provisto” para ser más exacto. Cosas inútiles, baterías, linternas, sogas, una cuchilla afilada que siempre quise tener. Cosas excesivas como dos sándwiches de atún, cuando últimamente no puedo ni con uno. Cosas que sí tenían sentido, como una botella de agua y algunos dulces. Acomodé la mochila sobre mis espaldas, un gesto decidido, antes de entrar por la puerta de la casa de reposo. La mujer que atendía el ingreso me dijo que debía avanzar por un pasadizo. Al final de ese túnel estaba el living de visitas, dos habitaciones decoradas con mantelitos de croché y colores pastel se ofrecían con las puertas abiertas. Una docena de ancianos se repartían entre los cuartos. Algunos jugaban al póquer. En el siguiente, más ancianos veían una televisión cuadrada y enorme, como una roca. Eran El Cuarto de la TV y El Cuarto del Póquer. En cada habitación había un sofá y los ancianos que no estaban haciendo nada se tendían sobre ellos. Algunos conversaban en voz baja y otros se hundían en los cojines sin hablar, examinando sus manos y las uñas quebradas de sus dedos. En realidad, no era muy distinto de cualquier geriátrico. Pastillas de colores alineadas en depósitos de aluminio, bolsas de suero, balones de oxígeno, inyecciones de insulina, jeringas, algodón. Y aquel olor astroso, a esporas, el olor de la vejez.

Al fin, salió a recibirme un señor que, dadas las circunstancias, no podía llamar “anciano” aunque quizá llegase a los setenta años. Caminaba dando brincos y tenía la sonrisa petrificada. Llevaba corbata, camisa manga corta y bluejean. Un muñeco recortado de un Manuel de Protocolo editado por Reader’s Digest. Me preguntó, extendiéndome la mano, a quién quería ver. Di el nombre del profesor Delgado. “Podrá verlo en unos minutos, ya sale, dijo. “Ya viene” insistió luego, como si no lo hubiese oído. “Pueden hablar donde estén más cómodos”. Luego desapareció por un pasadizo más estrecho y largo que el anterior. Me introduje en la primera habitación que encontré. Estaba vacía. Era una antesala. Olía a madera. A pino. Quién sabe cómo huele el pino. Pero pensé que decir que la antesala olía a pino era un buen comienzo para hablar con alguien con quien hacía décadas que no hablaba.

Entonces apareció por una puerta lateral el profesor Delgado. Arrastraba los pies pero parecía jovial. La ropa le quedaba mal, era un pésimo traje, un traje ridículo de granjero lleno de pintura. Parecía un disfraz comprado en saldos. Apenas me vio dijo que le parecía un anciano. Cómo has envejecido, gruñó varias veces. Él parecía un cadáver en vida. Pero tenía razón, la edad había acortado las distancias. Supe por primera vez que estaba viejo. Tan viejo, al menos, como para pasar desapercibido en ese lugar.

–Supongo que quieres ver “Las Púnicas” –me dijo.

Se podría decir que me sorprendió, pero no tanto. Desde que lo conocía, desde siempre, el profesor Delgado tenía un proyecto monstruoso: escribir un cuento por cada batalla importante en la historia de la humanidad. Sólo había escrito y leído incompleto, pero aun así enorme, un relato de la serie llamada “Las Púnicas”. Lo escuché un par de veces, lo leí una vez en casa de Esteban (tenía una anotación del profesor Delgado que decía “versión no corregida” y luego no supe más de ella.

–Me gustaría leerla –dije–, ¿Finalmente la has terminado?

El sí pareció sorprendido. Me dijo que no había nada que leer. Que “Las Púnicas” era ahora una obra pictórica. Que desde hacía años se había dedicado a la pintura. ¿Es que no lo sabía?

“¿Cómo iba a saberlo?”, pensé. Pero en vez de eso, sólo negué con la cabeza en un gesto más bien tímido.

–¿Has venido aquí sólo para hablar con un viejo amigo?  –gritó y dio un aplauso–. Qué decepción, pensé que querías ver mi obra. Es la obra de una vida, ¿sabes? No es una cosa que hice una vez y luego deshice. No es como la vida de ustedes. Esto es mi vida completa, entera, cada año, como la corteza de un árbol, está ahí. Y aun así está incompleta.

Le dije que no tenía idea de la pintura, pero por supuesto quería verla. El profesor Delgado cambió de tema.

–Hemos tenido tiempos mejores. Ahora nadie viene a visitarnos. Antes todo el tiempo estaba lleno de parientes. Yo ya no sé si todos se murieron o qué– Se quedó pensativo y agregó–: Tampoco nos ayuda el acceso. Es complicado llegar acá. Desde la estación hasta la casa hay que caminar mucho. Treinta minutos más o menos. Demasiado para los niños obesos u sus padres, también gordos. Afuera todo el mundo es obeso, ¿verdad? Tiene que ver con lo que comen. La gente come mal. Si pudiéramos poner un carrito de golf. Un trencito o algo así, que los arrastrara hasta acá. Tenemos que luchar todas las semanas para que los chicos del pueblo no saquen los carteles que indican el camino hasta la casa de reposo. Son unos vándalos. No los culpo, en realidad hay demasiadas formas de divertirse en este pueblo. –Volvió a quedarse callado y de pronto me lanzó una mirada desconfiada. Me preguntó–: Entonces, ¿quieres ver “Las Púnicas” o no?

Abrió una puerta cerrada con candado y entramos a un taller pequeño, sofocante, sobrecargado, lleno de pinceles y lienzos y basura. En el medio estaba el cuadro de enorme formato cubierto por una tela. Respiró antes de levantar la tela. Me advirtió que no estaba terminada.

Como el cuento –dije, pero no me oyó. Quizá mejor.

Entonces dejó al descubierto “Las Púnicas”.

¿Qué podía decir? ¿Qué se dice en estas ocasiones? ¿Qué estaba en presencia de un milagro del arte? ¿Qué era una porquería?

La verdad sólo era un color impenetrable, como la panza gris de un sapo. No se podía distinguir nada salvo ese color como una bruma que todo lo barría. Aunque si se miraba con atención, uno podía intuir debajo del color una serie de figuras borradas por el tiempo y los constantes brochazos.

–Toda una vida –dijo el profesor Delgado–. Y siento que me falta tiempo para terminar “Las Púnicas”, estoy encerrado aquí, a veces me prohíben trabajar en el taller porque dicen que estoy muy ansioso, y claro que estoy ansioso, puta madre, necesito más años, necesito el doble de años que tengo para terminar “Las Púnicas”.

Nos quedamos un rato en silencio viendo la mancha. Yo con un poco de recelo ante cualquier pregunta suya sobre qué me parecía su obra. Él, con admiración, y al mismo tiempo angustia.

–Pero Marco, ¿no te aburre pintar durante toda tu vida para terminar en un único cuadro? –le pregunté de improviso.

–¿Y acaso tú no te aburres? –contestó sin mirarme.

A la salida de la casa de reposo compré algunos souvernirs, unas tarjetas postales con caras de viejitos que introduje dentro de un libro para que no se ajasen, una pequeña talla de madera en forma de crucifijo, hecha en los talleres, que me metí al bolsillo.

Una vez afuera, saqué el sándwich de atún que me sobraba y se lo di al perro.

* Centenos: colectivo de muchachos limeños de los años 60 y 70 interesados en convertirse en escritores de éxito y fama.

Libros de Iván Thays

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Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.


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