Un cuento en una novela de Edmundo Paz Soldán

La materia del deseo  es la quinta novela del escritor boliviano  Edmundo Paz Soldán, que ejerce como profesor de literatura en la Universidad de Cornell USA. En esta novela reúne la suma de las características de un thriller que nos recuerda cómo la literatura puede abarcar todo el arco iris de cualquier vida, sin perder su credibilidad. 

El personaje central es Pedro, un joven profesor universitario que regresa a Bolivia para alejarse de Ashley, la mujer a la que ama. Al mismo tiempo se ha impuesto el deber de encontrar las piezas que le permitan armar el rompecabezas de la vida de su padre, un militante de izquierda que resultó detenido-desaparecido durante una dictadura reciente. Se trata de Pedro Reissig, quien escribió una novela de ciento veinte o treinta páginas llamada Berkeley, citada frecuentemente por su hijo en la historia.

Una vez que éste llega a Bolivia, se dedica a buscar las claves secretas de la novela que escribió su padre antes de morir a manos de la dictadura. En su afán de desenterrar las claves de la infeliz vida de su familia, especialmente de su padre, se ve envuelto en traiciones y episodios impensados, como aquel encuentro que sostiene con Jaime Villa, el mayor narcotraficante del país, a punto de ser extraditado al gran país del norte, y también con un tío –inventor frustrado– que se dedica a coleccionar aparatos de radio, tocadiscos, máquinas de escribir….  y a inventar crucigramas.

De la novela entresacamos un fragmento que se lee como si de un cuento se tratara, y que yo he titulado “El tío de los crucigramas”.


cuentosErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.


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EL TÍO DE LOS CRUCIGRAMAS

Un cuento oculto de Edmundo Paz Soldán

La casa era de un piso. Había a la entrada un jardín muy cuidado, con pretenciosos claveles, y una enredadera en los barrotes oxidados de la verja. ¿Era verdad que, de niño, yo había cazado aquí mariposas? Un pasillo adornado en las paredes por mapas antiguos –las Américas en varias versiones renacentistas– y fotos de personajes célebres con el fondo alterado digitalmente: Sartre en el Palacio Quemado, Franco en la Casa Blanca, Walt Disney en las minas de Potosí. Evita en el café Deux Margots, Cantinflas dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, Pelé jugando fútbol en el estadio de los Chicago Bulls. Mi tío se divertía. A la derecha mi cuarto, más amplio, y luego la sala principal.

Cuando llegué al umbral de la sala me detuve y vi por un instante ramos de flores esparcidos por todo el piso y dos ataúdes lado a lado. Velorio de papá y tía Elsa. Pero no fue así, no hubo velorio, sus cadáveres jamás aparecieron, y ahora son huesos resquebrajados en alguna fosa común o en el patio del Cuartel General de la policía (donde se juega al fulbito todas las tardes). ¿Se puede imaginar algo con la fuerza suficiente para terminar imponiéndolo a la realidad? ¿No es ésta más frágil de lo que creemos, y no anhela en el fondo ceder a nuestros deseos?

Las flores se desvanecieron, luego los ataúdes, y en su lugar aparecieron un sofá y un par de sillones alrededor de una mesa de vidrio oprimida por montañas de libros, revistas y diccionarios, y en una esquina un obsceno televisor de cuarenta pulgadas que exigía veneración incondicional con su sola presencia. A mi izquierda, un carrito de madera recargado de botellas de whisky y singani, vasos, coctelera y hielera. En torno a la sala, junto a las paredes, como si se tratara de un museo, una serie de artefactos sobre pedestales de madera: obsoletas máquinas de escribir Smith Corona y Underwood, fonógrafos que databan de principios del siglo XX, una computadora Sinclair Spectra, una monstruosa radio Blaukpunt de los años cuarenta (envidiosa ante la presencia del televisor, y a la vez confiada en que tarde o temprano, éste vendría a hacerle compañía). Cerca de Madison había, cuando llegué, una fábrica de Smith Corona; la última vez que pasé por ahí, un par de meses atrás, la fábrica había cerrado. Me había conmovido ver tanta desolación en edificios otrora llenos de trabajadores.

–¿Qué te parece?–mi tío me miraba con orgullo. Tenía un vaso de Chivas en la mano, y hacía tintinear los hielos sin descanso–. Esta sala quedó chica. Hay más, mucho más, en el depósito.

–Capítulo treinta –dije.

Una idea robada o un homenaje a Berkeley, pensé, recordando el Museo de los Medios de Bernard. Admiré de cerca la negra Underwood, toqué sus teclas frías, el aparatoso caparazón. Un invento para ciegos del que se habían adueñado filósofos, secretarias y novelistas. En una de esas máquinas papá había escrito las ciento treinta y dos páginas de su novela, sin contar las múltiples versiones, los errores y el comenzar la página de nuevo. Agobiaba de solo pensarlo. No importaba la calidad de las obras; eran admirables y merecedores de múltiples premios todos los se habían sentado  –o se sentaban– a componer sus obras tecla tras tecla, sin la facilidad del procesador de palabras en la computadora. Y qué decir de los que hacían a mano, o de los que todavía lo hacen; hay más de un escritor de hoy que se hubiera sentido a gusto en un  monasterio medieval.

–Es un vicio mío –dijo–. Colecciono lo que otros desprecian. Tanta historia en cada una de estas máquinas….

Tenía una voz intimidatoria: parecía estar  gritando aun cuando hablaba despacito. Dicen que papá también intimidaba con su voz, ronca como la de un fumador sempiterno o alguien con cascajo en la garganta. Era una voz seductora que conminaba con elegancia a que se le hiciera caso. Dicen. Yo recuerdo casi nada de él, ni su voz, ni sus facciones, apenas una figura borrosa y apurada que entraba y salía de mi infancia, sin prestarme mucha atención, y sin que yo tampoco se la prestara, extraño desconocido al que vi tan pocas veces en persona, al que tuve que reconstruir –todavía lo estoy haciendo– gracias a fotos, a su novela, al recuerdo de otras personas. Su imagen más presente proviene de uno de mis cumpleaños. Había una gran sorpresa, me había dicho mamá, y yo la esperé con ansias. A la hora de la torta, saltó del armario alguien con una vieja máscara de piel roja, un abanico de plumas en la cabeza. Y yo me asusté, aunque sabía quién era. Se sacó la máscara, se acercó, me abrazó y todos aplaudieron; y ahora a mí me queda, vívida, la máscara, pero poco el rostro de ella.

–Es un vicio nuevo.

–Uh, hace mucho que lo comencé.

Quizás no era una idea robada a Berkeley. Acaso, con el Museo de los Medios, papá le rendía  un homenaje a su hermano, y por eso la sala era una especie de retorno al principio. Pero yo no me acordaba de ella en mi infancia.

–Sólo que ahora me puedo dedicar más en serio.

No me extrañaba su afición por esos artefactos: a él le hubiera gustado inventar uno. Aparte de su habilidad verbal, tenía mucha destreza con las manos. El timbre de la casa, de distintos tonos de piezas clásicas –de Bach a Stravinsky–, era una confección suya, al igual que las múltiples velocidades de una licuadora para preparar cocteles, una cortadora de pasto cuyo motor era una extravagancia de alambres y tornillos, y las conexiones gracias a las cuales podía ver televisión por cable sin pagar. “Poeta y matemático”, solía decir. Estudió ingeniería industrial, pero apenas la ejerció; quería ser inventor, pese a carecer del presupuesto y la infraestructura para materializar sus alocados proyectos. Papá se burlaba de él y lo llamaba “inventor conceptual”. Eran más los inventos dejados a medias que los terminados. Dicen que desde niño se la pasaba armando y desarmando radios, estudiando sus cables y sus diodos, tratando de mejorar el producto original. Su esposa y él habían sufrido muchas privaciones por culpa de su pasión, dirigida a todas partes, constante en su inconstancia. Tenía la inteligencia para triunfar en cualquier profesión que se le antojara, no la disciplina. Se movía de trabajo en trabajo, de fracaso en fracaso, y terminó, incluso, convencido por papá y tía Elsa, metido en política. Había sido un fanático de los crucigramas desde su adolescencia, pero su dedicación a construirlos la encontró en la edad tardía; ya llevaba cinco años en ellos y muchas veces me pregunté cuándo los abandonaría. Parecía haber descubierto al fin algo a que aferrarse. En ocasiones no es bueno ser capaz para todo; es mejor tener talento para una sola cosa, sea tejer chompas de alpaca o diseñar el museo de Guggenheim en Bilbao.

–¿De quién es? –dije, señalando la Smith Corona verde clara que ocupaba un lugar central.

–De tu papá. En ella escribió el Berkeley. Un coleccionista me la quiso comprar por buen dinero. ¿Me habrá creído loco?

La admiré en silencio. Una máquina pequeña, portátil, más adecuada para un profesional o un ejecutivo apurado que para un romantizado escritor.

–Vi tu iBook –dijo–. No me gusta el color, prefiero algo más sobrio. Yo también tengo una Mac. Hasta hace poco tenía una Commodore 64  a la que le hice algunos ajustes para que sea más rápida y acepte programas actuales. Al final me cansé. Era mucho trabajo.

–¿Pero no coleccionas cualquier tipo de artefactos? Todos tienen algo en común.

–Sí. Permiten comunicarse a distancia. Porque, ¿sabes?, ésa es la mejor manera de comunicarse. A distancia. La presencia de la gente sólo obstaculiza la comunicación.

–¿Y lo que estamos haciendo ahora?

–A veces no se puede remediar –terminó el whisky de un trago largo y dejó el vaso sobre un diccionario en la mesa.

Lo miré para ver si bromeaba. No lo hacía. Sentí el frío que irradiaba su personalidad. La nariz prominente, el entrecejo fruncido, la cara alargada y adusta, las arrugas muy marcadas en las mejillas, el inamovible ojo de vidrio. De niño me regalaba rompecabezas y jugaba ajedrez conmigo. También me enseñó a hacer acrósticos y crucigramas, revelándome secretos de los elementos químicos y del alfabeto morse a los que apela todo creador de crucigramas. Sabía trucos inverosímiles con monedas y naipes, pero no los puede aprender. Luego se creó una distancia entre nosotros: a ratos lo culpé por haber sobrevivido en vez de papá. Me había acercado a él en los últimos años, pero nuestra relación era puramente intelectual, a través de los crucigramas. Cuando volvía en las vacaciones, lo visitaba muy raras veces, me contentaba con un par de llamadas telefónicas de compromiso; era suficiente también para él. Había sido un error pedirle que me alojara.

–El pollo ya debe estar listo –me dijo, y se dirigió a la cocina.

Lo seguí. Tenía hambre.

Nota: El título del cuento es del compilador (ebg)

*** De la novela La materia del deseo. Págs. 23-28. Alfaguara. 2001  Biblioteca Viva Plaza Egaña de la Fundación La Fuente (Santiago – Chile)

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