Todos somos narradores

Todos somos narradores. O al menos eso dice don Manuel, el personaje principal de Entre líneas: El cuento o la vida, de Luis Landero, un maestro –posiblemente alter ego del propio autor– que reflexiona sobre su pasado y sobre la literatura, que es su gran pasión.

Este es un libro para amantes del apunte literario, del sosiego, de la contemplación del mundo de las letras.

Os traigo un fragmento del capítulo “¡El cuento o la vida!”, en el que se rescata la teoría de que todos somos narradores.

Todos somos narradores. ¡El cuento o la vida!

Hay unos versitos que Manuel aprendió en la escuela y que nunca han dejado de intrigarle. Dicen así:

Admiróse un portugués

de ver que, en la su tierna infancia,

todos los niños de Francia

supieran hablar francés.

“¡Arte diabólica es!”,

dijo, torciendo el mostacho,

“que para hablar en gabacho

un Fidalgo en Portugal

llega a viejo, y lo habla mal,

y aquí lo parla un muchacho”.

Manuel siempre ha comprendido muy bien la admiración de este buen portugués, y no sólo en su infancia, sino que también ahora sigue admirándose secretamente de los niños ingleses o alemanes, o de los españoles, que hablan mejor su idioma que los viejos hispanistas extranjeros. Y también se sentía solidario con aquel personaje de Moliére que un día descubre, atónito, que toda su vida ha estado hablando en prosa sin saberlo. ¡Cómo!, viene a decir, cuando yo digo: Trae acá las pantuflas, ¿eso es prosa? Y se queda muy contento de esa pericia que él no creía poseer hasta entonces.

 

A Manuel nunca le han parecido tan atolondrados o superfluos esos dos motivos de estupor, y más bien cree que, bajo la comicidad, se esconden unas cuantas verdades obvias e inquietantes. Porque desde muy pronto, en efecto, adquirimos la lengua materna con una perfección pasmosa, manejamos felizmente las estructuras sintácticas y morfológicas, distinguimos sin error las sutiles diferencias entre los verbos ser y estar y sin embargo no hemos estudiado gramática para ello. Lo sabemos porque lo sabemos, un poco al modo de aquellos santos varones que recibían por arte angélico el don de lenguas o el dominio magistral de la apologética. Pero sucede, claro está, que a la sabiduría que se obtiene espontáneamente, y que además no es privativa de uno sino de toda la comunidad, no se le da importancia, y ni siquiera somos conscientes de ella. Si reparásemos, por ejemplo, en lo difícil que es andar, hablar, penar y observar a nuestro alrededor al mismo tiempo, nos sorprenderíamos también de nuestra habilidad casi circense. En fin, que sabemos muchas cosas sin saber que las sabemos, y en esto consistía la didáctica de Sócrates: en hacer evidente al prójimo la consciencia de ese saber difuso.

Rebajas

Manuel piensa que algo similar ocurre también con la narración. Todos somos narradores y todos somos más o menos sabios en este arte. Si alguien tiene dudas al respecto, sólo debe reparar en que la mayor parte del tiempo que dedicamos a comunicarnos con los demás o con nosotros mismos, la ocupamos en contar lo que nos ha ocurrido, o lo que hemos soñado, imaginado o escuchado. O en recordar, que es también una forma de narración. Espontáneamente, instintivamente, el hombre es un narrador. Todos somos diariamente Simbad, aquel mercader que vivía en Bagdad y que un día se embarca para ir a negociar a lejanas tierras, sufre un naufragio y corre aventuras sin cuento. Y esto le sucedió siete veces. Luego, pasados los años, regresa definitivamente a Bagdad, retoma su vida ociosa y se dedica a contar sus andanzas. Bien mirado, se pregunta Manuel, ¿qué otra cosa hacemos todos diariamente? Simbad es Proust o Valle-Inclán, pero Simbad es también esa señora que vuelve del mercado y le cuenta a las vecinas lo que le acaba de pasar en la carnicería. Nadie sabe por qué, pero nos produce placer de narrar, recrear con palabras lo que hemos vivido. Recrear: es decir, que nunca contamos fielmente los hechos, sino que siempre inventamos o modificamos algo, o lo que es lo mismo: a la experiencia real le añadimos la imaginaria, y eso es sobre todo lo que nos causa placer. El placer de añadir un cuerno al caballo y de que nos salga un unicornio. De ese modo, vivimos dos veces el mismo hecho: cuando lo vivimos y cuando lo contamos. A menudo pasa que, en la realidad, hemos representado papeles secundarios en un suceso. Al contarlo, sin embargo, nos reservamos el papel de protagonista (aunque sólo sea porque lo contamos desde nuestra perspectiva). La realidad nos pone en nuestro sitio; luego, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo. El mendigo deviene príncipe, la realidad se rinde ante el deseo, la vida se confunde por un instante con el sueño. Somos narradores por instinto de libertad, porque nos repugna la servidumbre de la propia condición humana en un mundo donde no suele haber sitio para nuestros afanes de verdad, de salvación y de plenitud. Y luego, si la historia merece la pena, el oyente se lo contará a su vez a otra persona, y así sucesivamente, y en cada versión se agregarán nuevos detalles y se omitirán o corregirán otros, hasta alcanzar su forma definitiva y felizmente anónima […].

Luis Landero, Entre líneas: El cuento o la vida, Tusquets, 2001, páginas 75-78.

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