Hacía tiempo que el viejo gruñón Ion se había acomodado entre las paredes, impregnadas de moho de su taller, y de allí no le sacaban ni el generoso sol en verano, ni mucho menos, las tormentas otoñales. Vivía en su “cueva”, como él mismo llamaba con cariño a ese espacio, donde, apasionado, reparaba plumas estilográficas. Despreocupado de las noticias mundiales y de las desgracias locales, que conmovían aquella población de gentes obtusas, Ion se encerraba para darle vida a esas frágiles herramientas, con cuya ayuda se habían relatado historias lindas y dramáticas y se habían firmado papeles o cerrado tratos. Se las traían coleccionistas, periodistas, escritores y todo tipo de aficionados a la escritura y a la lectura –personas completamente diferentes de las que tenía a su alrededor. Su labor era tan delicada y de sacrificio, que requería toda su atención. “Ya soy muy mayor para meterme en la vida ajena, Crescencio”, guiñaba con el ojo al gallo, que picaba en el suelo. “¿Dicen que los gallos vivís como mucho diez años?”, él le acariciaba la cresta. “Vamos, ¡que te queda poco!”, exclamaba echándole granos de trigo en el plato. Proseguía una bronca porque el pobre Crescencio seguía picando en el suelo, en vez de en el plato. “¡No te enteras de que en el parqué no crece trigo!”. Enfadado como un niño, el viejo cascarrabias le daba la espalda y se sumergía en su trabajo, aislado del mundo…
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