Cuando yo tenía cuatro años, una de las personas que más me ha querido nunca –murió el año pasado y no hay día en que no piense en él– me vistió con la equipación del Real Madrid (camiseta, pantalones cortos y botas) antes del partido que iba a disputar el equipo que él entrenaba. Por ahí ronda esa fotografía, testimonio de una infancia irrecuperable, feliz y blanca.
Desde entonces no he vuelto a ponerme ninguna prenda que me identifique con mi equipo de fútbol. Soy un aficionado discreto que disfruta mucho los partidos, en el campo o en el mullido sofá del salón, casi siempre en silencio, ajeno a las estridencias. Se entenderá, pues, que no haya sentido nunca la tentación de vestir una prenda de forofos.