Dos relatos cortos de José Nogales Nogales

Nuestro colaborador Ernesto Bustos Garrido nos presenta hoy la figura del escritor José Nogales  Nogales, a quien se suele integrar en ✅ la Generación del 98  y que no ha tenido el mismo reconocimiento de otros escritores de su tiempo quizá por culpa de su muerte temprana.

Además, podéis leer dos narraciones representativos de este autor: «Las tres cosas del tío Juan» y «Cenizas de carnaval».

Nogales Nogales, un autor de los usos y costumbres del campo español

José Nogales Nogales fue un escritor valverdense que, por dedicarse a viajar y a hacer periodismo, tardó más de la cuenta en obtener su diploma de abogado. Algún bichito le picó cuando solo le faltaba un año para terminar sus estudios de leyes, pero él se marchó a la aventura hacia Marruecos, que en esos años –fines del sglo XIX– tenía una presencia española muy fuerte en población e influencia política.

Comúnmente se le ubica entre la llamada generación del 98, pero también está adscrito al movimiento conocido como Modernismo, que fuera fundado por ✅ Rubén Darío  . Su obra es clásica, conservadora en algunos casos romántica.

Nació en la localidad de Valverde del Camino, provincia de Huelva, en 1860, pero cuando tenía solo cuatro años su familia se trasladó a Aracena, por lo que se le considera serrano. En su escritura se encuentran claramente alusiones a la obra de José María de Pereda. Escribe sobre la vida en el campo. Desbroza la maleza de los caminos rurales para hallar en algún parador o a la sombra a esos personajes de hablar confuso, corto y salido de la labranza y la ordeña de vacas.

Una de sus novelas más aplaudidas es Mariquieta León, que tiene como heroína a una mujer con una belleza rústica, pero envolvente, en sus gestos, olores y palabrerío. Ella es la que administra una finca dedicada a la fabricación de quesos a la muerte de su marido. Se casa muy joven con un caballero de edad y por añadidura enfermo. Sólo por milagro la deja en estado de preñez. El varón era más débil que un pollito recién salido del cascarón, enclenque y con signos de una grave enfermedad al pulmón. Naturalmente muere pronto y el hijo que Mariquita tiene es «tan frágil como un segundo ante Dios» (verso de la compositora chilena Violeta Parra). Vive enfermo, constipado, con fiebre, tercianas y miedos.

Pero como a nadie le falta Dios, llega al pueblo un nuevo médico, y por ahí se endilga una trama, sabrosa, universal y a la vez local, donde los decires de la gente son como cláusulas de un testamento y trinos de una variedad de aves.

José Nogales Nogales alcanza una altura insospechada en las letras hispanas de comienzos del siglo XX y algunos críticos lo ponen al lado de Baroja, Valle-Inclán, Azorín y Machado.

De su obra, construida en los comienzos de ese siglo, rescatamos sus relatos conocidos como «Las tres cosas del tío Juan». En su bibliografía dicho texto aparece publicado en 1905, pero muchos sostienen que apareció en la edición del diario El Liberal, el día 30 de enero de 1900.

Nogales muere prematuramente en 1908 y por lo mismo no alcanzó los altares que ocuparon Azorín, Baroja y los otros escritores de sus tiempo. Tenía solo 48 años.


Ernesto Bustos GarridoAutor de la introducción: Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.


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Relato corto de José Nogales Nogales: Las Tres Cosas del Tío Juan

(Cuento premiado en el Concurso del diario El Liberal, año 1900)

Todo el pueblo sabía que Apolinar se estaba derritiendo vivo por Lucía, y que, aunque ésta no se derretía por nadie, no ponía mala cara a las solicitudes del mozo. Matrimonio igual: ella, joven, guapa, robusta y, de añadidura, rica; él, en los linderos de los veinticinco, no pobre, medio señoritín, por lo que iba para alcalde, y entrambos hijos únicos. No faltaba al naciente afecto más que el sacramento de la confirmación, y para eso no había otro obispo sino tío Juan, el Plantao, padre y señor natural de la dama requerida.

El ilustre linaje de los Plantaos distinguióse desde muy antiguo tiempo por una terquedad nativa, de que estaba justamente orgulloso, y, de haber querido proveerse de heráldica, su escudo no fuera otro que un clavo clavado por el revés en una pared de gules. Apolinar sentíase cohibido por esta testarudez hereditaria, y recelaba que el tío Juan saliese con una gaita de las suyas, porque era hombre que no se apartaba de sus síes o sus noes, así lo hicieran pedazos.

Cuento de Nogales y NogalesNo hubo más remedio que pasar el Rubicón… y tirarse de cabeza en aquellas honduras insondables de la voluntad paterna. El tío Juan había dicho una vez: «¿Qué trae ese por aquí?». Y para los que le conocían el genio, era bastante.

-Ahora que está tu padre en la bodega, voy y se lo espeto y Dios quiera que pueda salir con cara alegre… Pero antes dime, para que lleve fuerza, que me quieres como yo te quiero, con los redaños del alma.

-Apolinar, que me aburres con tus quereres y tonteos. Si quieres decírselo, anda; y lo que saques a mi padre del buche eso será, porque yo también soy plantá.

Renegando de aquellos bravíos rigores de la casta, encaminóse Apolinar a la bodega, pasando primero bajo la llorosa parra, que tendía sus sarmientos como cuerdas secas, y después por el angosto corral atestado de aperos de labranza y cachivaches de vendimia. En la puerta de la bodega enredósele un manojo de telarañas en el bombín, y tragando saliva entró en la obscura pieza.

-¡Tío Juan; eh, tío Juan…!

-¡Aquí! ¿Eres tú? Con este jinojo de tinglao no se ve gota.

Estaba el hombre muy metido en faena, en mangas de camisa, despechugado, con una pelambre de pecho que parecía una maceta de albahaca. Era más que medianamente apersonado, canoso y fuerte; y sudando, como estaba, parecía un oso polar.

-¿No se figura usted a lo que vengo?

-A tomar un jarrillo.

-No, señor; a tomar un parecer.

-Pues no es lo mesmo. Pero, anda, suéltala; que no hay hombre sin hombre.

-Con esa licencia… no sé cómo le diga que Lucía me tira un poco, un pocazo, si se han de decir las cosas conforme son. Y como me parece a mí que yo también le tiro una migaja, venía, porque es razón, a decirle qué le parece a usted de ese tiraero que va por buen fin y por derecho camino.

Dióse tío Juan cuatro rasconazos en el testuz, y, volviendo las espaldas, fue a buscar el jarrillo y la venencia, y con ambas cosas en las manos, como quien echa el «dominus vobiscum» se abrió de brazos, diciendo:

-Todo el toque del hombre está entre sí y un no. Así es que, antes de soltar uno u otro, hay que rumiar bien las cosas. Tomaremos un par de alumbradores y que Dios sea con todos.

Y después de beber por riguroso turno, quedóse tío Juan rumiando aquel escopetazo, como un hermoso y prudente buey, que no pone la pata sino en terreno firme.

-Pues, atento a eso, digo que me parece a mí que la mujer se hizo para el hombre y el hombre para la mujer… y que por eso tiran el uno del otro. Pero como ni el hombre ni la mujer son siempre libres, otros han de agarrarse a la mancera para que el surco salga bien hecho y la simiente no se desperdicie. Yo, que por lo de ahora soy el gañán en este negocio, te digo que quien quiera ayuntarse con mi cordera ha de hacer tres cosas, sin que ninguna le perdone; no haciéndolas, ya se puede ir con viento fresco y levantar la parva.

-Aunque sean trescientas haré yo, con tal de meterme debajo del yugo. Eche usted, tío Juan, por esa boca, que ya se me hace tarde, y aunque me mande cargar con la bodega, todavía me había de parecer mandato ligero, según lo encalabrinado y emperrado que estoy con aquel del tiraero que ya le he dicho.

-No soy tan bárbaro para mandar lo que está fuera de las fuerzas del hombre, por animal que sea. Las tres cosas que pido son éstas: que me traigan todos los días la primera gallinaza que suelte el gallo al romper el alba, para hacer un remedio de este dolor de ijares que me quita el resuello de cuando en cuando; que al que tenga ese querer, véalo yo una vez siquiera trincar un bocado de hierba sin doblar los corvejones, ni acularse, ni tenderse que el tal me dé candela en la palma de la mano el día de mi santo por la mañana, y esto ha de ser con sosiego, sin hacer bailes, ni meneos, ni soplar, ni sacudir.

-¿Nada más?

-En eso me he plantao, y ha de ser a lo justo; que ni sobre ni falte.

-Tío Juan, vaya usted preparando el yugo más fuerte que haya en casa, porque yo me lo echo encima, si Dios no dispone otra cosa.

Y Apolinar salió de allí con la cara radiante, bailándole los ojos en una ráfaga de alegría loca y dando al viento como romántica pluma aquel jirón de telarañas que se pegó en el sombrero.

-¡Troncho, qué suerte! Lucía, me ha dicho tu padre que te vayas preparando, que tenemos que abrir un surco.

-Qué tonto eres. ¿De qué surco hablas? Me parece que viene su merced algo repuntado y que el jarro habló más que las personas.

-Te hablo del surco que han de hacer en el mundo todas las yuntas humanas. Verás qué labor más dulce.

-¡Pero qué borrico te has vuelto!

* * *

«La de alba sería» cuando Apolinar acudió solícitamente a su corral sin quitar ojo del gallo hasta que dio de sí el extraño remedio del mal de ijares, que en caliente recogió, bien así como si llevase dentro una preciosa esmeralda. Cumplida por aquel día la primera condición y no sabiendo qué hacer a tales horas, tan desacostumbradas para su vigilia, fuese con los cavadores a su majuelo a matar el tiempo hasta que el estómago le avisase. Al llegar a la viña, dijo a los jornaleros:

-Vamos a ver, muchachos: un cuartillo de vino hay para quien sin doblar los corvejones, ni acularse ni tenderse, trinque un bocado de sarmientos.

-¿Pero eso qué tiene que hacer? ¡Valiente hombría!

Y cuatro o cinco, los más jóvenes, salieron del grupo y doblándose y enderezándose, sacó cada cual un sarmiento del modo y manera que los palomos cogen pajitas para hacer el nido.

-A ver yo…

¡Que si quieres! Cuantas veces quiso probar, dio de cabeza en el montón. Una risa franca y noblota alegró el majuelo, y hasta el sol de color de cereza que subía por la cuesta azul parecía una gran cara hinchada de risa.

-Para hacer eso hay que criar mucha fuerza de espinazo y que las patas no se blandeen. Es menester cavar viñas y darle al cuerpo buenos remojones de sudor.

-¿Sí? Venga un azadón. Este no pesa, otro…

Y como general que arenga a sus tropas, dijo, blandiendo el instrumento:

-Hoy seré uno de tantos. Hay que apretar…, y no os compadezcáis de mí si veis que reviento, porque necesito echar un espinazo que sea a la vez tronco de olivo y vara de mimbre.

Aquella fue una jornada heroica. Los cavadores, viendo cuán gallardamente trabajaba Apolinar, mermaron cigarros, ahorraron coloquios, apresuraron meriendas y sacaron el unto a sus brazos. Al ponerse el sol, no presentaba aquella cara burlona, henchida de risa, con que apareció entre las brumas de la mañana, sino otra muy grave, casi austera, que parecía complacida con la ofrenda del sudor humano que riega el terrón y fecundiza el mundo.

Al dar de mano, dijo el jefe de la cuadrilla:

-¿No has visto la sementera?

-No.

Y Apolinar sintió una vergüenza muy honda por aquella confesión hecha en pleno campo.

-Pues vamos, hombre; hay día para todo. Tengo una disputa con tu primo Epifanio: él, que lo suyo es mejor; yo, que lo tuyo. Como sementera temprana, la cebada nos llega a la rodilla; el trigo parece un forrajal.

Y fueron al sembrado, que con su verdor alegraba el alma, y en ella sintió Apolinar una voz gozosa que parecía brincar en otra mancha verde y lozana; gritándole: ¡Todo es tuyo, regocíjate, o no eres hombre!

Y se regocijó honradamente, paternalmente, como si toda aquella vigorosa fuerza germinativa hubiese salido de sus propias entrañas.

-¡Yo, que no había visto esto! ¡Maldito sea el casino y las cartas y quien las inventó! ¡Malditos los tabernáculos, que nos chupan el tiempo y no nos dejan ver esta gloria, esta bendición de Dios derramada por los campos!

Los sembrados del primo Epifanio no resistían la comparación. La tierra era la misma; pero rutinas, codicias, caprichos, ignorancia y necesidad la habían esquilmado y empobrecido. El viejo jornalero explicaba el caso.

Dale a un trabajador carne y vino; a otro, papas y tomates. Eso es la tierra: un trabajador. Según le eches, así produce.

Apolinar sintió que otro amor sano y fuerte se le entraba en el alma: el amor a la tierra, el amor a lo suyo, el gozo íntimo y callado del que posee, del que se conforta al calor del surco, como semilla que germina, brota, crece y se reproduce.

-¿En qué estaría yo pensando? Tío Agapito usted me hace un hombre. Voy a echarme al campo como una fiera.

-¡Al campo, al campo! Esa es la ubre… ¡Si vieras a cuánto gandul mantiene el campo!

-Yo soy el primero. Mejor dicho, lo fui. Ya soy otro. Me duelen los pies… zapatos de vaca… Me duele la cabeza… tiraré este apestoso bombín y compraré un sombrero de esos fuertes, como si los hicieran de cerdas de cochino. No más vestidos de Carnaval. Tío Agapito, un abrazo, y pídale usted a Dios que allá, por la primavera, pueda yo comer hierba sin doblar los corvejones.

* * *

No durmió bien, porque el excesivo cansancio riñe con el sueño. En las manos parecían arder sus huesos desencajados; el espinazo se le engarrotaba… y en medio de sus dolores, otro sentimiento nuevo lo iba conquistando mansamente; un sentimiento de infinita piedad hacia el jornalero desheredado, que todos los días, a cambio de unos cuartos roñosos, aumenta el caudal ajeno con bárbaro derroche de su propia vida, y como a la madrugada oyese cantar al gallo, pregonero de su deber y compromiso, volvió a ver la claridad del naciente día, y otra vez cogieron sus doloridas manos el azadón lustroso, y el sudor del amo cayó como lluvia fecunda en la heredad que parecía estremecerse de amor y agradecimiento.

Y un día tras de otro se fue curtiendo al sol y al aire, y mientras más se endurecía la corteza, más nobles blanduras aparecían por dentro. -Como la viña de Apolinar no hay ninguna. La sementera de Apolinar es la capitana. ¡Qué suerte de hombre!- Este era el tema de conversación entre la gente labradora. Los jornaleros se disputaban la casa porque había formalidad y trago de vino, y allí no se hacía el agio vergonzoso para la baja de jornales. Con Apolinar trabajaban los sanos, los hombres de empuje, estimulados con su ejemplo.

Pasó el invierno y el sol primaveral vistió el campo de gala. Los habares en flor henchían el aire de aromas purísimos; los trigos azuleaban, los cebadales se mecían orgullosamente a compás del viento, las yemas del higueral, reventando al esfuerzo de las primeras hojas, tendían al sol una espléndida gasa de oro verde… y los viñedos extendían sobre la rojiza tierra otra gasa de pámpanos, y ya el olor tempranero del cierne se esparcía como una caricia dulce y vivificante.

Llegó el día de la prueba; el día temido y deseado en que Apolinar tenía puesto todos los grandes anhelos de su vida. Antes que el canticio de los gallos sonaron las campanas de la torre con un repique de gloria, de alegría, como voces de un coro nupcial que celebrase las bodas del cielo y de la tierra.

No pudo Lucía convencer a su padre de que, al menos aquel día, debiera pasarlo con la chaqueta puesta. Me ajogaría. Y por parecerle esta razón de suficiente peso, no daba otra. Con orgullo hereditario cubría su busto de oso polar con limpísima camisa de lienzo, por entre la cual se desbordaba la cresta pelambre como maceta frondosísima. Cuando entró Apolinar, ya estaban allí el primo Clímaco, la hermana Bella con su dilatada prole, los trabajadores de la casa y varios vecinos, atraídos por aquellos olores de cocina y fritanga, fieros despertadores de la gula.

-Que los tenga usted muy felices, tío Juan y la compaña.

-Apolinar, tantas gracias, y lo mesmo digo.

Vaya, aquí tiene usted la gallinaza de hoy, que parece un bruño.

Y sin pedir permiso, fuese a la cuadra y trajo un brazado de amapolas, que tiró al suelo.

-Tío Juan, eche usted cuenta.

Y más ágil que un pájaro, doblose y pescó un manojo de hierba en flor que le caía sobre el pecho como una llama.

-Si usted quiere, me la como.

-No tienes que comerla. El toque está en trincarla.

-Lucía, coge el ascua más grande que haya en la hornilla: hala, ya está. Tío Juan, encienda usted su cigarro, y si quiere liar otro, por mí no hay apuro: que ni me meneo, ni bailo, ni soplo, ni sacudo… ¡Como que tengo aquí un callo que parece una onza de oro!

-Ya está. Ahora… justo, las tres cosas. Ahora, tú, Lucía abraza a este bruto.

El bruto no esperó a Lucía; él la abrazó con toda su fuerza.

-Tío Juan, ¿de veras que es para mí?

-Para ti, cernícalo. Y dale gracias al gallo que te curó; porque ni yo tengo dolor de ijares ni cosa que se le parezca.

-¿Entonces?…

No seas borrico -dijo Lucía-. Padre quería que madrugases; si no madrugas, no me abrazas.

Apolinar soltó un relincho estrepitoso; un relincho de salud, de amor, de fortaleza y de ventura.

-¿Sabéis lo que soñé esta noche? -dijo el tío Juan-. Pues que yo era el Padre Eterno, y esta mi cordera era la España, y yo se la daba a una gente nueva, recién venía no sé de aónde, con la barriga llena, los ojos relucientes, con callos en las manos y el azaón al hombro…

Un alarido triunfal hendió como dardo sonoro el aire azul de aquella serena mañana del estío. El sol, deslumbrante, caía en lluvia de oro sobre los aperos de labranza; dos mariposas de color de fuego volaban bajo el fresco toldo de pámpanos, y el alegre repique de las campanas parecía responder, allá, en lo alto, al alborozo de la raza nueva, de la raza fuerte, que abría su fecundo surco de amor en la llanura humana.

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Relato corto de José Nogales Nogales: Cenizas de carnaval

Siempre el mismo inoperante; nunca entiendo lo que me escribe. Leo: Ausencias de ayer: Jorge Loprette. Motivo: Viajó entierro abuela, murió abuelo, aguardaron cremación. Lo releo dos veces más y levanto el interno: Dígame, Gómez, ¿quién carajo murió?, ¿el abuelo de Loprette o la abuela? Y Gómez: ¿Le puedo explicar? ¿Voy a su despacho un minuto? No, Gómez, no tengo tiempo, respóndame lo que le pregunto nomás. Bueno, en realidad, murieron los dos. La abuela ya había muerto y el que murió ahora fue el abuelo. Bueno, Gómez, pero entonces escríbame que murió el abuelo nomás, ¿para qué me mete lo de la abuela? Me pone: ausente por fallecimiento abuelo y yo entiendo. Es que es un poco complicado el tema. No, Gómez, me hace perder el tiempo. Corto con Gómez y releo. Me doy cuenta de que no me quedó claro. No puedo llamarlo de nuevo y pedirle que me venga a explicar. Opto por llamar a Loprette: Subo y le explico, me dice. Acepto y aparece en mi despacho. Lo veo íntegro como siempre: la camisa planchada, el rostro como si acabara de afeitarse, la sonrisa dibujada, ni larga ni corta: un auténtico monigote. Le digo que lo lamento y eso basta para que me salude como si yo conociera los pormenores. No sé bien qué pasó, le aclaro, y me puteo por dentro porque ahora me va a contar todo con lujo de detalles y a mí qué carajo me importa quién murió con todo lo que tengo que hacer. Escucho: Viajamos a Uruguay a tirar las cenizas de la abuela. Nos costó bastante que toda la familia tuviera francos al 1 mismo tiempo: le habíamos prometido a mi abuelo que algún día viajá-bamos todos juntos y lo llevábamos al río. Tardamos bastante, en realidad, porque mi abuela murió en abril del año pasado. (Saco cuentas: la vieja murió hace más de nueve meses). Pero bueno, se nos dio ahora, en Carnaval. Ah, entonces todo bien con tu abuelo. No, no, mi abuelo es el que se murió ahora, el sábado de Carnaval. Pasa que no cremaban el domingo y nos tuvimos que quedar hasta el lunes. (Amaga a sacar un comprobante del bolsillo y lo freno con la mano; pongo cara de pésame y Loprette sigue). Mi abuelo la tenía a mi abuela en una urna, en la mesa de la entrada. Él quería que fuésemos todos a tirar las cenizas al río. Fuimos ahora, y había que ver a mi abuelo besando las rosas blancas antes de pasarlas por las cenizas, y después besando las cenizas y tirando las flores al río, una por una. No nos dejaba tocar la urna, nada. Sólo metía las flores en la cajita y después las besaba con los ojos cerrados y después los abría para ver cómo caían al río. Y empezaba de nuevo. (A esta altura Loprette me enternece: pongo cara de estar sumamente interesado y él sigue). El río quedaba como a ochenta kilómetros de la casa; mi abuela quería que la tiraran al río del pueblo donde nació. En realidad, mi abuela era adoptada, porque había nacido de una unión por compromiso. (Abre grande los ojos cuando dice esto). La madre de mi abuela tenía quince años cuando la tuvo. La obligaron a casarse con un hombre de setenta años. Su madre la obligó, porque el señor era rico. Ella no quería, porque estaba enamorada de un muchacho de su edad, pero la obligaron igual. Le dijeron que, total, como el viejo tenía setenta, ella iba a enviudar pronto y se quedaba rica y con toda la vida por delante. Cuando se casaron el viejo le dijo que no quería tener hijos. Nunca los había tenido; igual le aclaró que ahora tampoco quería. Ella quedó embarazada enseguida, así que ahí nomás de casados, nació mi abuela. Pero como no querían hijos, se la regalaron a la mucama: Tita, si usted la quiere, llévesela. Mi abuela tenía dos días cuando la regalaron. Eso sí, le pone María de las Mercedes, le dijeron, pero ella se plantó: Si me la regalan a mí, el nombre se lo pongo yo. (Loprette lleva los cinco dedos al pecho cuando dice esto: supongo que le da gusto esta parte de la historia). Y le puso María Emilia, nomás. Así que mi abuela se llamó Emilia y nunca le faltó nada, porque esta señora trabajó mucho para que nada le faltara. La alimentó bien y la mandó a la escuela y se ocupó de que mi abuela no tuviera que trabajar mientras terminaba sus estudios. Un día, la madre adoptiva le dice: Su madre se está muriendo, vaya a verla. Y mi abuela, que siempre supo la verdad, le dice: Madre tengo una sola y es usted. Si m’hija, pero esa señora se muere y como usted no la vea ahora, no la ve más. Lo curioso del asunto es que se cruzaban todo el tiempo en el pueblo. Vivían todos en ese pueblo, así que mi abuela era chica y se cruzaba en la plaza, en la iglesia, en las tiendas, con esos padres que la habían regalado. No se saludaban, pero ella sabía bien quiénes eran. Bueno, la cosa es que mi abuela termina accediendo y va esa tarde al hospital. Estuvo varias horas con su madre: se moría de cáncer a los veintisiete años. Supo que había tenido dos hijos más y que también los había regalado. Y fíjese que acabó muriendo ella antes que el viejo, que seguía vivito y coleando. Supongo que la madre de esta joven debe haber muerto poco después, envenenada por su mal tino. Pero, vea cómo era mi abuela: cumplió con el pedido de su madre, porque pasó esa tarde en el hospital, al lado de su progenitora que se moría, pero se encargó de decirle, claramente, que si hubiese sido por ella, no iba. La mujer falleció al día siguiente. Calculamos que murió de pena; hay que engendrar tres hijos y regalarlos todos, como se regalan perros, o gatos. Dos años más tarde, el viejo la manda a llamar a mi abuela. Ella tenía catorce en ese momento. Le dice que le quiere dar su apellido, y algunas propiedades. Mi abuela le dice: Si he vivido 3 todos estos años sin su nombre, es evidente que no lo necesito. Y si he vivido todos estos años sin sus riquezas, es evidente que tampoco me hacen falta. Lo contaba siempre, sin pena. El viejo vivió seis años más. Murió a los noventa. No dejó descendencia y nadie lo heredó. Un viejo de mierda, evidentemente. (A esta altura lo escucho a Loprette con toda mi atención y ya no recuerdo lo que tenía que hacer: controlar la planilla de ausentismo, revisar los consuetu-dinarios errores de Gómez, caminar por los pasillos con cara de perro, ¿qué más da?). Un personaje tu abuela, le digo, y Loprette asiente: Mis abuelos se conocieron para la época de la muerte del viejo. Fueron pobres mucho tiempo, pero mi abuela, con su personalidad, fue consiguiendo cosas. En un momento entró a trabajar en una fábrica textil, entró como ayudante de segunda, y al poco tiempo era la encargada de la fábrica. Años más tarde abrieron una cantina propia, mi abuela empezó en la cocina, mi abuelo servía los platos; a los clientes les encantaba lo que cocinaba la abuela y pedían más; terminaron contratando cocineros para atender los pedidos: ella misma los entrenaba hasta que se aprendían las recetas de memoria. La Emilia se llamaba la cantina. Al tiempo abrieron dos sucursales más: La Emilita, en un local pequeño, y La Gran Emilia, un año después, en una esquina que triplicaba el espacio de La Emilia original. (A Loprette le bailan los ojos cuando cuenta esto, como si le costara creer la vida de la abuela o como si esa vida le figurara su propia redención). Entre la abuela y el abuelo manejaban las tres cantinas. Les fue muy bien. De hecho, mi abuelo no tenía problemas económicos últimamente. No es que se pudiera dar grandes lujos, pero cobraba la jubilación y tenía sus ahorros. Para alguien que había sido pobre, era mucho. Y él estaba orgulloso de no tener que pedirle nada a sus hijos. Se las arreglaba solo.

Tenía un hermano, mi abuelo; nunca se visitaban. Vivían en pueblos vecinos, pero el traslado era una complicación para ellos, así que se llamaban por teléfono, los domingos, siempre a la misma hora, y era gracioso escucharlos. Esto me lo contaba mi abuela, cuando se escapa a la ciudad, porque le encantaba ir al cine, y al teatro, y allá no podía. La conversación duraba un minuto y veinte segundos. Ella los cronometraba: ¿Todo bien?, decía uno, Todo bien, respondía el otro, ¿Y la Emilia bien?, Sí, bien, y así seguían: un minuto veinte para constatar que seguían vivos.

Desde de la muerte de mi abuela, el abuelo se dio el lujo de tener más perros. Se entretenía con eso. Porque a mi abuela no le gustaba que él le metiera todos esos perros en la casa. Había tomado la costumbre de ir a la carnicería de Tito; le vendía carne barata, porque sabía que era para los animales: todos perros de la calle que lo esperaban en la puerta porque él les daba de comer. Como las viejas que alimentan gatos, o palomas. Mi abuelo alimentaba perros. Mientras mi abuela vivía, no los dejaba entrar en la casa. Decía que le ensuciaban todo. Sólo aceptó a Lola: era tan callejera como todos, pero tenía unos ojos raros, un poco caídos, como necesitados, y miraba fijo, entre sus pelos lánguidos, y era imposible bajar la vista, uno se la quedaba mirando, como si sus ojos hablaran. Acabaron por dormir con Lola en la cama. Si hubiera sido por mi abuelo, los hubiera metido a todos, porque sé que a él le daba mucha pena dejarlos afuera, sobre todo cuando llovía: no le gustaba nada que se mojaran. A veces yo lo llamaba por teléfono y me daba cuenta de que estaba preocupado: Mañana va a llover, me avisaba, y yo sabía que me lo decía por los perros. Pero viste cómo es tu abuela. Sí, abuelo, pero no te preocupes, ellos van a estar bien, le decía yo. Eran nueve perros estables, a veces se sumaba alguno, o alguno moría.

Pero recuerdo que nueve venían siempre, con Lola eran diez. Y la cosa es que cuando murió la abuela, ya el viejo los metió a todos adentro. No lo decía. Supongo que no quería que supiéramos que contradecía a la abuela, pero yo sé que los dejaba entrar, porque nunca más me avisó si iba a llover o no. Me imagino al abuelo durmiendo en esa casa con sus tantos perros y supongo que se sentiría acompañado. (Empiezo a tener otra imagen de Loprette: en la oficina da una imagen distinta, como si llevara un encono de siglos en sus camisas planchadas; suelo mirarlo con cierto desprecio, como haciéndole notar la desconfianza que me genera. Pero hoy lo escucho inocente, como si sus palabras se desprendieran limpias, sin inquinas. Supongo que las mías son menos llanas). La mañana que llegamos a su casa yo me quedé tomando unos mates con el abuelo mientras mi viejo y mi hermano iban a hacer algunas compras para los días que nos quedábamos ahí. Lo encontré bien, con su melena gris impecable, porque el viejo tenía sus pelos intactos, y se los dejaba largos, hasta los hombros, y se los peinaba para atrás. Me da un mate y veo que clava la vista en el jardín. Mirá, me dice, y queda como hipnotizado. Sin sacar la vista de eso que veía, se para, abre un cajón sin mirarlo, y agarra la tijera de memoria. Va despacio, el viejo, como si quisiera que algo no se le espantara, y llega al rosal, en el fondo del jardín. Había una rosa blanca, inmensa, en una de las ramas. La corta y vuelve feliz. Es para tu abuela, dice, mirá qué ejemplar, y me lo planta en los ojos. Yo asiento, muy linda abuelo, y espío la ternura con que la agrega al florero, ya lleno de rosas blancas, que tiene al lado de la urna. Después vuelve a la mesa y me pregunta si quiero otro mate. Le digo que le toca a él y me sonríe: tenés razón, pibe. (Me doy cuenta de que Loprette me tiene agarrado y me cuelgo pensando en lo mal que me llevo con mi esposa; dudo que nos regalemos rosas en nuestros funerales). Che, Jorge, ¿y qué pasó con tu abuelo?, le pregunto porque el abuelo parece bastante entero como para morirse así, tan de golpe. Y escucho a Loprette que sigue: Bueno, después de tirar las cenizas al río, cuando volvíamos por la ruta, noto que se pasa las manos por el pelo, como si se peinara a cada rato, y escucho que dice: Bueno, ya está. Y unos minutos después: Bueno, ya está; y otra vez ese gesto echándose el pelo para atrás. Estuvo así los ochenta kilómetros de vuelta: Ya está, decía, ya está. Esa noche fuimos al corso. Sí, puede parecer extraño, pero la abuela había muerto diez meses atrás, y ya la habíamos llorado. Acompañar al abuelo a tirar las cenizas al río era más para respetar la voluntad de la abuela que por otra cosa. Y era carnaval, además, así que mi viejo nos ofreció salir un rato y mi hermano y yo aceptamos. Le preguntamos al abuelo si estaba bien y nos dijo que sí. Esto fue el viernes. Al otro día nos despertamos cuando el abuelo estaba cebando sus mates. Ya había alimentado a los perros y se lo veía bien. Nos sentamos a desayunar y a mi viejo le agarra antojo de comer tostadas con dulce de leche; le ofrezco acompañarlo a la panadería que estaba a diez cuadras. Mi hermano se queda con el abuelo. Habremos tardado una media hora, o cuarenta minutos, no más. Cuando volvimos, estaba muerto. (Loprette me cuenta todo esto con una sonrisa y por alguna razón me doy cuenta de que no es que no le duela sino que siente orgullo por lo que cuenta; pienso que tiene razón: no tuve abuelos ni la mitad de poéticos). Lo que cuenta mi hermano es que estaban tomando unos mates y el abuelo le dice que quiere cortar unas flores. Agarra la tijera y sale al jardín. Mi hermano se distrae, no lo sigue con la mirada, no se acuerda, pero cree que fue al baño, o algo así. Lo que recuerda es que enseguida un vecino toca timbre, desesperado: tu abuelo se cayó, le dice, y corren a verlo. Lo encuentran tirado, al fondo del jardín, tenía dos rosas blancas en una mano. La tijera estaba en el pasto. Lo tratan de resucitar pero no hay caso, no respira. Lo que cuenta el vecino es que estaba en su balcón y lo ve al viejo que sale al jardín. Dice que le gustaba verlo cuando salía al jardín, con sus pasos decididos, directo al rosal, a cortar alguna flor, o a sentarse en el banco del fondo y quedarse ahí, mirando la pareja de zorzales, con Lola echada a sus pies. Esta vez ve al abuelo que alza un poco los brazos, corta las rosas y enseguida se agacha, como agarrándose las tripas, y ahí se queda, quieto. Entonces sale disparado de su casa, para avisar que algo malo pasaba. Le toca timbre a mi hermano y cuando llegan al jardín, lo encuentran así, tirado, y Lola a su lado, lamiéndolo, caminándole alrededor. Hacen lo posible, incluso llaman a otro vecino que es médico, pero nada. Murió nomás. (Me dan ganas de preguntarle si cree que el abuelo murió porque cortó las flores y se dio cuenta de que ya no tenía urna donde ponerlas; algo me dice que no tengo que hablar, que si hablo Loprette va a interrumpir el relato, y quiero seguir escuchándolo, pero no aguanto, y le pregunto). Es posible, me dice, pero creo que murió de alivio. El abuelo anduvo esperando todo este tiempo para cumplir la voluntad de su esposa: no se hubiera muerto antes de tirar esas cenizas al río. Creo que toda esta demora le alargó la vida, en todo caso, y no sé si la habrá pasado bien. Pero se tenía que ocupar de sus perros, le digo, ¿o no? Sí, eso lo habrá mantenido también. ¿Y Lola? ¿Adónde va a vivir ahora? Bueno, a Lola se la lleva una familia que vive cerca del río donde tiramos a mi abuela. ¿Y tu abuelo? ¿Qué hicieron con las cenizas? El abuelo pidió lo mismo que la abuela, así que por ahora lo cremamos y, no sé, tendremos que viajar de nuevo, cuando podamos, para llevarlo al río. Loprette dice esto y se para abruptamente: Gracias por su tiempo, me dice. Entonces me paro para despedirme y me sorprende con un abrazo que no alcanzo a retribuir. Me siento mal por eso. Pero de verdad que no me lo esperaba y fue tan corto que no alcancé a reaccionar. Pensará que no me importa nada. Veo que cierra la puerta y me doy cuenta de que me quedo absorto, los músculos rígidos, preguntándome si es posible morir así, de puro alivio, en Carnaval. Se va tranquilo, Loprette, no debe saber que me deja espantado, con tanto que hacer y tratando de adivinar si mi esposa besaría, de esa manera, una rosa blanca, o una flor cualquiera, en mi funeral.

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