Bienvenidos a esta página de relatos cortos extremeños, escaparate virtual de la narrativa breve que se está haciendo en esta hermosa comunidad.
Aquí podrás leer cuentos completos de algunos narradores extremeños (publicados todos ellos con su permiso). No están todos los que son, pero son todos los que están.
Esta es una sección en continuo progreso, a work in progress, que dirían los americanos. Quiero decir con esto que la página se irá renovando con la colaboración de otros escritores extremeños. No se pretende en ningún momento establecer este conjunto de textos como un canon de la literatura extremeña actual. El objetivo es tan solo promover un buen rato de lectura de la mano de un grupo de autores que han tenido –en mi opinión– la suerte de nacer en Extremadura.
Ah, y si queréis en conocer noticias sobre la narrativa breve (concursos, entrevistas, selección de textos), no dudéis en consultar el grupo de Telegram Cuentos Breves. Esta es la dirección: https://t.me/cuentosbreves
¡Gracias a todos los autores y también a los lectores! Sin unos y otros, este página de relatos no tendría ningún sentido.
- SIMON VIOLA, Manuel (Ed.).- (Autor)
Relatos cortos extremeños (Varios Autores)
Relato corto de Felipe Trigo: El suceso del día
Celso Ruiz, la prudencia misma, ¿cómo ha podido provocar al caballero Alberti, duelista célebre, tirador maravilloso que parte las balas en el filo de un cuchillo?
Acabo de encontrar a mi amigo en su despacho, tumbado en el diván, el cigarro en los labios.
—¿Te bates? —le he preguntado.
—Me suicido.
—Verdad. Tanto vale ponerse con una pistola frente a ese hombre.
—Es igual. Necesito demostrar que no soy un cobarde.
—¿A quién?
—A todos; a mí mismo, porque hasta yo empezaba a dudarlo.
—¡Estás loco!
Se incorporó Celso, me hizo sentar, y dijo:
—Escúchame. Toda una confesión. La vida exprés de la corte no tiene la sólida franqueza de nuestra provincia, donde el tiempo sobra para depurar la amistad. Aquí, las gentes somos a perpetuidad conocidos de ayer; amigos, nadie; de modo que tenemos el derecho de recelar unos de otros, de engañarnos mutuamente y de juzgar a cada cual por el traje con respecto a su posición, por su ingeniosidad con respecto a su talento, y por su procacidad con respecto a su hidalguía. La mesa del café, de concurrencia volante, nos atrae por su esprit y nos repugna por su cinismo. La dejamos con disgusto, quedando siempre un jirón de amor propio entre las tazas, y volvemos, sin embargo, al otro día, como a una tertulia de prostitutas, a fumar y estar tendidos. Tiene razón el que habla más fuerte, y el argumento supremo es una botella estrellada en la testa del contrario.
—Ecce homo. ¿Y algo así es tu lance con ese duelista, medio juglar y medio caballero?
—El motivo, a lo menos. Aguarda. Tú, cuando vine, hace un año, me presentaste en esos círculos, cuya animación me cautivó, pues no falta en ellos el ingenio. Fue un alegrón. Allá, en el destierro de nuestra ciudad, imposibilitado de juntar seis personas con quienes establecer cambio de ideas sin aduanas de ignorancia, pensaba en Madrid, en el Madrid íntimo, intelectual y exquisito; soñaba un cenáculo de hombres de corazón, donde estuvieran proscritas las preocupaciones, y donde el pensamiento pudiera brotar y dilatarse libremente como el humo de un vapor en el aire limpio de los mares… Mi sorpresa, pues, no tuvo límite al descubrir que entre estas gentes del talento se alzaban con cada palabra intransigencias mil veces más ruines que las de los ignorantes. La frase inofensiva, con tal que fuese afortunada, la retorcía la vanidad y la convertía en insulto; el triunfo ajeno lo trasformaba en odio la envidia; el razonamiento feliz era rechazado con la brutalidad del sectario; y todo esto, como trámite fatal, conducía al botellazo primero y al lance de honor algunas veces.
—Pongamos un medio por ciento.
—Es mucho.
—No. Exacto. La proporción de esos desafíos en que paga las tarjetas rotas el camarero. Uno por doscientas botellas… Pero dime de una vez, ¿por qué es tu lance?
—A eso voy; precisamente por haber esquivado aquellos otros y los argumentos de cristal. Como yo creo que no había de convencer a ningún polemista rompiéndole la cabeza, ni había de quedar convencido porque me la rompiesen a mí; como creo que nunca puede constituir caso de honra una disputa de café, que no es ordinariamente sino un caso de vanidad, más digno que de un lance de honor, de algunas explicaciones sensatas o del discreto desprecio, y como pienso, además, que en odio y en amores no caben términos medios, por lo cual no concibo el odio reglamentado que de antemano se da por satisfecho con ver una gota de sangre, y por lo cual, en fin, no concibo tampoco más que los lances de honor de veras, donde se va a matar o a morir probablemente, y de seguro a no perdonar una imperdonable herida de honra… de ahí que todas estas razones me obligasen a no volver más por los cafés como medida preventiva.
—Lo aplaudo, aunque no te imite.
—Yo me aplaudí igualmente el primer día. El segundo y el tercero los pasé fatales, a solas con mi susceptibilidad, que despertó en forma reflexiva. ¿No será esto, en el fondo —me preguntaba— una debilidad? Si la vida es así, aunque debiera ser de otro modo, y por el estilo de la del café es la mayoría de la gente, la que tratamos para nuestros negocios y la que tratamos por nuestras relaciones, ¿ha de renunciarse a la sociedad, encerrándose uno como un cenobita, solo por el hecho de pensar con cordura?
—Esa idea es de Schopenhauer.
—Casi. ¿Qué había, pues, en mi prudencia de racional, y qué pudiera haber de cobardía?… Examiné mi vida entera. Me tranquilizó el examen. Por miedo no he retrocedido nunca en ningún propósito; mi biografía, tú la sabes, no es precisamente la de una monja.
—Y para probarlo en el café, como si el café fuese el mundo… ¡zas!, desafías a…
—No. Ten calma. Entonces me encontré seguro de ser capaz de dar la vida por mi deber, por mi madre y por mi amante, y te repito que quedé tranquilo. La idea que yo tenía de mí mismo en ese punto me bastaba que la tuviesen también mis personas queridas…
Una gran tristeza hizo doblar a Celso el cuello al pronunciar estas palabras.
—¿Esas personas? —le interrogué.
—Son como las demás en este punto. Mi Claudia, mi buena Claudia, confunde también la insensatez y la estoicidad de la barbarie con el verdadero valor. No comprende que se pueda estar pálido con el corazón sereno. Ayer iba con ella en el faetón, por el campo; yo guiaba. Se planta delante un mendigo borracho y me pide limosna insolentemente; palidecí, rogándole que se apartara; mas había él tomado las riendas, y le descargué un latigazo que encabritó al caballo, arrancándole desbocado, después de arrollar al importuno. En la carrera creí estrellarla, ¡a mi Claudia!… Cuando por la noche refería ella el incidente, dijo: «¡Qué miedo pasó este! ¡Se quedó como el mármol!». Claudia, sin pararse a considerar la clase de temor que pudo asaltarme, ha sospechado, por primera vez, que soy un cobarde. ¡Lo comprendí en no sé qué asesinamente compasivo de sus ojos! Una hora después desafiaba yo a Alberti. El botellazo, razón de café, fácil, terminante. Probaré mi valor, puesto que es indispensable.
—Perdóname —le dije—; lo que así pruebas, por primera vez, es tu cobardía. Te suicidas.
—De un modo teatral. En un escenario, con amigos y público en los palcos, a la última. Solo que me suicidarán de verdad; y el suicidio es de valientes: esta idea, si no es de Schopenhauer, debiera serlo.
Me ha sido imposible convencer a Celso de su temeridad, y me he separado de él abrazándole con pena, como a un sentenciado.
Sin embargo, ¡quién sabe! El desafío es mañana. Más que el pulso de un desesperado puede temblar el de un bravo de oficio…
…
Felipe Trigo, Cuentos ingenuos, 1909.
Minicuento de Elena García de Paredes: Variación sobre un episodio apócrifo
Mientras Romeo arrasaba Verona con sus primos, castigando barras, trajinándose taberneras y ensartando jaraneros de poca monta en su espada, Julieta esperaba en su torreón. Confinada día y noche, Julieta suspiraba pálidamente, y para sobreponerse a tanta espera, leía libros prohibidos (Beauvoir, Rich, Firestone, Jardine…) que no debía leer una señorita, robados de la biblioteca de su padre por su fiel ama.
Romeo llegó al pie del torreón después de mucho tiempo y de todas las tabernas de Verona. Buscaba, ansioso, sin encontrarlas, la larguísima cabellera de su amada junto a la piedra, para poder subir a sus aposentos.
Julieta ya se había cortado el pelo. A lo garçon.
Relato corto de Mely Rodríguez Salgado: La espesura
De nuevo, una fuerza inequívoca me ha devuelto a la aldea. Con pesar vago por las calles, que en medio del silencio aparecen solitarias y húmedas. Miro las viejas casas, apesadumbrada, aquellas casas donde un día aconteció la vida de muchos. Desde que se quedaron vacías proyectan una sombra fantasmal perpetua. A todas las cubre la maleza de tal modo que hace imposible que cualquiera pueda penetrar en ellas. Pronto llegan hasta mí desde los huertos abandonados los ladridos de los perros merodeadores que se estremecen bajo el alba. De repente presiento el denso aire que viene de lo más profundo del bosque, que me acerca, nítida, la voz de Ismael llamándome. Es su espíritu insomne y atrapado que me sigue añorando…
A veces nos encontrábamos a mitad de camino entre su casa y la mía, al lado del estanque en cuyas orillas crecen los juncos marchitos. Ismael solía entregarme un ramito de flores blancas que acababa de arrancar de nuestro rincón de la colina donde el sol las hacía brotar en medio de la enmarañada vegetación. Era aquel un detalle que precedía al cortejo. A continuación caminábamos juntos o corríamos cogidos de la mano y salvábamos troncos y zarzales que se adherían a nuestras ropas para apresarnos. Pero con agilidad nos desprendíamos de ese abrazo y llegábamos a la colina, jadeantes. Ismael se apresuraba en buscar el claro desgajado por la niebla, el único lugar donde las matas vigorosas echaban flores, y dejábamos correr el tiempo amándonos. Y el ruido de nuestro amor llegaba como un eco hasta la aldea y todos se detenían y suspiraban y, por un rato, en sus ojos se reflejaba la esperanza, porque conforme se expandía nuestro amor, también se iba agrandando el hueco que el sol abría entre la niebla; y amor y flores pujaban entre sí por crecer cada vez con más ímpetu.
Y ahora, una vez más, he vuelto a la aldea. Me han retornado a ella los recuerdos, el apego; sin embargo, deseo borrar ciertas imágenes del pasado que me añaden pesar, y extraer lo que únicamente ata mi espíritu a este lugar. Leves y silenciosos pasan a mi lado siluetas que no reconozco. Al vernos nos acercamos los unos a los otros y yo ahondo, inútilmente, en sus ojos deseosa de encontrar a aquel que tanto amé. Estos que ahora me miran son vacuos, tristes, son los ojos de quienes lo han perdido todo. Lejos de aquí no han sido capaces de desprenderse de aquella terca tristeza que los fue minando hasta la desesperación y el adiós definitivo. En el pasado, la abuela Jacinta solía decir que la falta de amor resta empuje a todo lo que se desea emprender, además de proporcionar mucha tristeza, y que era eso lo que les estaba matando a todos; después, inequívocamente, la abuela me miraba con ansiedad, como si se quisiera aferrar a través de mí a una esperanza salvadora…
Ya veo la casa. Puedo reconocerla a pesar del nutrido ramaje del gran árbol, el más alto y fornido de cuantos se yerguen por los alrededores de la aldea, que la cubre por entero. Me acerco, traspaso sus muros y me cuelo dentro. Está oscura y desangelada. El zaguán permanece intacto, con las grandes vasijas de barro y la banqueta de madera donde yo todos los días leía el Breviario junto a la abuela Jacinta. Los naranjos del patio siguen igual a como siempre estuvieron, sin floración. “La niebla no deja madurar ninguna planta”, se lamentaba la vieja con tristeza cada vez que los miraba; y los acianos, erguidos a duras penas, siguen exhibiendo su desconsuelo, como si se sintieran culpables de no vestirse con sus flores azules y de esta manera embellecer el rincón donde la abuela Jacinta hacía sus labores.
Y en este patio, perdida entre los arbustos y matas que la luna torna luminiscentes, como los espíritus vanos que me rodean, sigo percibiendo el viento viciado de humedad que proviene del mantillo removido del bosque. Recuerdo cómo la niebla, en grandes ovillos de húmeda gasa, iba acercando a la aldea, periódicamente, el bosque hasta convertirlo en una realidad. Las largas ramas de los árboles se escurrían por las calles e iban ascendiendo como culebras por las paredes hasta abrirse paso por entre las ventanas, por las que penetraban hasta colonizar los cuartos de las casas. De pronto todo era bosque y la aldea ya no tenía confines. Desde cualquier parte se podían ver los ojos pasmados del búho y las brillantes y amarillentas pupilas del lobo acechando a su presa, y hasta el roce de las alas de las palomas torcaces enredándose entre las cortinas. Cuando esto ocurría, la aldea formaba parte de ese bosque usurpador que nos quería para él. Pero Ismael conseguía romper el ramaje y entraba en mi habitación a través de la ventana, me aferraba la mano y nos escurríamos por entre la nutrida espesura hasta el claro donde crecían, milagrosamente, las pequeñas flores blancas, mientras la aldea, configurada dentro del bosque, se debatía entre la postración y la esperanza.
Ahora me detengo a contemplar el cuarto donde se velaba a los muertos. De repente me he visto a mí misma tendida sobre mi pequeña cama, con un ramito de florecillas entre mis manos, cruzadas sobre el pecho, que Ismael me prendió amorosamente. La abuela Jacinta, entre suspiros y lloros, se lamentaba diciendo que fueron las fiebres contagiosas de la melancolía, que con tanta frecuencia nos atacaban a todos, las que me habían matado a mí también; y los pocos que quedaban en la aldea, que fueron a despedirme, asentían con la tristeza permanente que los caracterizaba. Ismael, arrodillado a mi lado, me decía adiós con amargura mientras yo pensaba con desesperación que, en realidad, era el amor el que se había muerto, pues yo me lo acababa de llevar para siempre y jamás volvería a la aldea. Dijeron, poco tiempo después de mi muerte, que nosotros dos fuimos los únicos capaces de amar de verdad, sin límites ni miedos, pero que algo falló. Y la abuela Jacinta aducía, llorosa, que la niebla sin contención había vencido finalmente y seguiría llevando a la aldea, como un virus ponzoñoso, esa tristeza indeseable que haría germinar la fiebre hasta que consiguiera acabar con los pocos que aún quedaban.
Aunque Ismael y yo habíamos sido capaces de enarbolar orgullosos, al igual que una bandera a merced del viento más feroz, nuestra mutua pasión, finalmente yo cedí al mal, que me arrastró con él a pesar de haber albergado la esperanza de que la aldea pudiera tener continuidad a través de nosotros. Era cuando soñábamos con que la niebla se evaporaba de pronto y el sol hacía florecer los acianos azules, igual que en la colina éramos capaces de disipar con nuestro ardor la fría bruma, y de esa calidez florecía un pedacito de tierra. Pero aquel aire envenenado de tristeza terminó contagiándome a mí también y me cubrió con su vacío helador hasta arrebatarme la vida y robarnos el amor.
Fue un día aciago en que Ismael no vino a buscarme y yo me sentí, por primera vez, en completa soledad, un día en que las horas parecieron multiplicarse y el bosque era un rugido hostil, y del rincón soleado de la colina llegaban hasta mí, tristes, los lamentos. Supe más tarde que Ismael había quedado enredado en un nudo de tentáculos fibrosos que una ávida planta le tendió, pues era el objetivo largamente deseado por ella. Lo quería para disfrutarlo durante una porción de su tiempo remoto. Le proporcionó un lecho caliente y el néctar alucinógeno que guardaba en su seno. Pero Ismael era ágil, avezado y fuerte, y no cedió al tentador deseo; finalmente, consiguió desasirse de aquella lúbrica maraña. Y a pesar de que su inocencia quedó manchada, su amor por mí permaneció inalterable. Cuando volvió al final de aquel día larguísimo en que las horas se dilataron, y oscuridad y claridad se fueron sucediendo repetidamente, y la niebla nos acercó el bosque en múltiples ocasiones, ya era demasiado tarde. Las fiebres me poseyeron al dejarme vencer por la melancolía.
Poco tiempo después de mi muerte, también a él la tristeza lo cubrió con su manto fúnebre y se lo llevó. Pero Ismael no tuvo a nadie que lo velara porque fue el último superviviente de la aldea. Se fue a morir a nuestro rinconcito de la colina, entre las flores blancas que hacía florecer el único rayo de sol que se abría paso entre la niebla. Como no tuvo a nadie que cubriera su cuerpo, poco a poco se fue transformando en un árbol más, vigoroso y trepador, cuyas ramas corrían, obedeciendo a su espíritu inquieto que las guiaba, por las callejuelas resbaladizas; finalmente se alzaban y cubrían mi casa con un abrazo protector impidiendo que la maleza y las alimañas penetraran en ella. Y con la urdimbre perfectamente entrelazada de su gentil ramaje, había construido una celosía para impedir que los lagartos y las salamanquesas durmieran sobre mi lecho.
…
El último libro de Mely Rodríguez Salgado es En el jardín protector (Letras Cascabeleras, 2019).
Relato corto de Rosa López Casero: Te regalo el viento
Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad.
(Confucio)
Todas las tardes la niña acompañaba a su padre hasta la huerta. Observaba cómo él ponía el motor en marcha para llenar los surcos con el agua escasa que manaba del pozo, insuficiente para regar las verduras, hortalizas y árboles frutales, resecos a causa del sol calcinante de comienzos del verano. El padre se quejaba de esa larga sequía que hacía peligrar la cosecha y del viento solano que se enganchaba en las plantas y las asfixiaba.
En la casa, al acabar la comida, el matrimonio permanecía pegado al televisor siguiendo atentamente el programa del tiempo.
Sus padres siempre repetían los mismos comentarios: “Otra semana sin llover. Si sigue el anticiclón, la cosecha se irá al traste. Necesitamos la lluvia más que el comer…”. La hija asistía en silencio a esta cotidiana conversación.

Desde la huerta, la niña trepaba hacia lo alto de una montaña próxima, se sentaba en uno de los picachos y contemplaba todo el valle. Oteaba correr las nubes que pasaban sobre su cabeza, presurosas de descargar sus cántaros en otras regiones. La pequeña se entretenía descubriendo en ellas caprichosas formas. Extendía los brazos intentandoagarrarlas, pero las veía alejarse esbozando caras burlescas y sarcásticas sonrisas. Imaginaba que era un pájaro vigoroso y que volaba hacia un río y traía cubos de agua en elpico.
El padre venía observando cómo,tarde tras tarde,la niña desaparecía durante un rato. Un día la siguió a la montaña y la vio hacer esos extraños movimientos con los brazos. Los levantaba como queriendo atrapar un imaginario pez volador y repetía esta operación una y otra vez.Así que —pensó el hombre— en eso se ha estado entreteniendo mi criatura todas estas tardes.
Cuando la niña lo vio, antes de que el padre dijera nada, se le acercó despacio. Las manos sostenían los extremos de su falda remangada por delante.
–¿A qué estás jugando? –preguntó a su hija,picado por la curiosidad.
–No estoy jugando, papá –respondió la niña, seria, con toda la ingenuidad de sus siete años–. He estado recogiendo los vientos de lluvia y el vapor de las nubes. Creo que ya tengo suficiente. Tómalos y riega tu huerta.
El padre esbozó una sonrisa por semejante ocurrencia, le agradeció su ayuda y, para seguirle la corriente, hizo un gesto de tomar lo que su hija le ofrecía y de meterlo en una bolsa.
Al bajar de la montaña vieron que la madre los estaba esperando. La niña pidió al padre que arrojara los vientos de lluvia a las plantas,pero él se resistía: pensaba queseguir con el juego le haría quedar como un imbécil delante de su esposa. Le dijo que no, yante la insistencia de la niña, le echó una regañina. Ella rumbeó llorando hacia la casa, seguida de la madre. El padre se arrepintió de inmediato, y al bajar la vista vio quetenía el puño muy apretado. Comprendióque, a pesar de todo, no había dejado de aferrar esa bolsa fantástica que contenía los imaginarios vientos. Aflojó el puño, hizo un gesto de abrir la bolsa y arrojar algo a las plantas. El hombre se quedó esperando algún leve movimiento de una hoja, algo que confirmara una brisa, pero nada. Ni una gota de viento. En el cielo no existía otra cosa que esa guadaña de fuego que quemaba las hortalizas.
Esa noche, después de cenar, el hombre se acercó a la cama de su hija. La niña ya estaba durmiendo. Le dio un beso y se sentó a su lado, le acarició la carita y, llorando, le pidió perdón.
Sólo entonces vio el resplandor en la ventana y,unos instantes después, oyó el retumbar del trueno.
…
El último libro de Rosa López Casero es Últimos días con Fernando. El mayor rey de las Españas. Ediciones Beta | Amazon
4 microrrelatos de Elías Moro
Tuerto
Poco después del accidente en el que perdió el ojo empezó a olvidarse de la mitad de las cosas que había visto hasta entonces, a no tenerlas en cuenta, a perderlas de vista, como si dijéramos.
De sus dos hijos solo se acordaba de uno, a su mujer la reconocía de frente pero no de espaldas, jugaba al fútbol con la mitad del equipo, se extraviaba de continuo por el barrio que antes del accidente hubiera podido recorrer con los ojos cerrados…
Los médicos se echan las manos a la cabeza sin encontrar explicación al fenómeno.
Tampoco el ojo de cristal –última tecnología alemana– ha servido para nada.
De vez en cuando, sin que nadie lo vea, el ojo bueno llora su desgracia con lágrimas que añoran a sus hermanas del otro lado, perdidas para siempre.
*
Almohada
Tengo frío. Desde que ella no está, echo en falta su calor, su abrazo, su perfume.
Cuando él me asfixia o me golpea, según su sueño o su rabia, tengo frío. Mucho.
Y me horroriza esta funda negra que parece una mortaja para el luto de su ausencia.
*
Collar
Estoy a punto de cumplir mi condena, lo intuyo. La niña ronda más que de costumbre por la alcoba cerrada desde entonces desordenando armarios y revolviendo cajones, destripando joyeros.
Con tal afán indagatorio, es de esperar que dentro de poco descubra este oscuro rincón en el que languidezco desde hace años criando rencor y ansias de venganza.
Tiene un cuello precioso. Tierno y delicado, como a mí me gustan. Me recuerda al de su madre, que en paz descanse.
Creo que le podré dar al menos un par de vueltas completas a su alrededor antes de empezar a apretar.
*
Casa de salud
Te quiero locamente.
Con locura, te quiero.
Me tienes loco, loco, loco de remate.
Perdóname, no sé decírtelo de otra manera.
Pero es que estando en el manicomio, ya me dirás cómo si no.
(De Microrrelatos domésticos, Takara Editorial, 2017)
Relato de José Sánchez Rincón: El ausente
Cuando me casé con Ángela, yo conocía su relación con Carlos y lo de su desgraciado accidente. Al principio no le di importancia a que ella quisiera ponerle su nombre a nuestro hijo, Carlos era un nombre tan bonito como otro cualquiera. Después vinieron las invitaciones de Ángela a la que fue su suegra para que viniera a casa a tomar café y hablar de lo agradable y atento que era Carlos, mientras yo prefería irme a la terraza de la cocina con la excusa de fumar un cigarro o marcharme a la calle por alguna obligación inventada con tal de no oír sus excesivas muestras de afecto hacia él. Empecé a preocuparme cuando Ángela llamaba a sus amigas de antes y a sus maridos y disfrutaban de tardes enteras recordando a Carlos, sus chistes, lo gracioso que se vestía en cualquier ocasión y hasta traían fotos antiguas y vídeos para comentarlos hasta las lágrimas. Pensé que todo esto sería pasajero y aguanté lo que pude cuando Ángela gritaba el nombre de Carlos en los momentos culminantes al hacer el amor o cuando yo tenía que realizar alguna chapuza casera y me enteraba de lo habilidoso que era él para esas cosas o, si íbamos a algún sitio de vacaciones, lo bien que organizaba él los viajes y cuánto lo quería la gente. Por eso hice de la habitación de invitados mi refugio habitual y, a veces, me descubría a mí mismo dando vueltas solo por el pasillo pensando en lo buen tipo que era Carlos y lo mucho que lo echábamos de menos.


José Sánchez Rincón es autor de Una cierta felicidad (Cuatro Hojas, 2019).
Relato corto de Mario Peloche: Release me (en inglés del original)
(Cualquier parecido con la realidad es pura conveniencia)
Hay fantasmas. Claro que los hay. Quien lo niegue nunca ha estado enamorado. No ha conocido ningún ectoplasma de carne, ningún recuerdo con pechos, con caderas, con labios que besaste hasta olvidar tu identidad, hasta hacer parar el tiempo como dicen sin saber, y que tanto echas de menos.
Hay presencias que se recuerdan más en la ausencia, como el hueco de esa muela cariada que no puedes dejar de tantear con la lengua, como el tajo de una masectomía, como el hormigueo de un miembro fantasma. Aunque el hacerlo no sea sano. Aunque hacerlo te cause dolor.
Hay momentos de piedra, esquirlas de hueso incrustadas en las circunvoluciones de tu cerebro. Son hitos. Son lápidas. De vez en cuando relees el epitafio y compruebas que son las palabras con las que se despidió. Pam. Manotazo a mano abierta de la realidad, una buena hostia ad hoc de tu pasado —toma, vuelve a por más cuando quieras—, de ese que creías superado y aún está. Aquí. Ahora.
Hay sensaciones, y esas son perennes. Constantes. Algoritmos de tu organismo. Las conoces. Son tuyas: un cosquilleo en la nuca, un sudor frío por la rabadilla, el miedo al ridículo, al no valer, al no ser. Son tan tuyas como tus tics, como tus pensamientos, como tus pies. No las falsea nadie, y menos tú mismo. Y cuando te da por aunar sensaciones, sumar el dos y dos de lo que eres, entonces, macho, estás perdido. Puedes darle largas, pero no esconderte de ti.
Aún la quieres.
Redoble de tambores. O silencio. Da igual. Que me enloquezca el sonido o su ausencia.
Inspira, espira.
Zen.
Pero sigue ahí.
LA QUIERES.
Con mayúsculas capitulares, góticas tamaño 38, en negrita, por favor.
Qué mierda. Ha pasado tanto tiempo…casi dos años. Y, en realidad, esto es lo único bueno del asunto. Tengo que pararme para llevar la cuenta del tiempo. Pero…es lo mismo. Aún la quieres.
Pasas al lado. Has cambiado, mucho —el corte y el color del pelo, estás más delgada—, pero te reconozco al instante. Es lógico. Durante un largo tiempo fuimos uno. No me ves, pero noto cómo ladeas la cabeza en mi dirección, como si reconocieras el eco de mi voz en la conversación de amigos que he interrumpido nada más verte. Como perros de Pavlov. Tú me venteas, yo enmudezco. Salivo. Me aterro. Me parece perfecto que aún recuerdes mi voz. Prefiero mil veces ser la voz que te altera que la visión que obvias. Imagino que todavía me escuchas cuando grito tu nombre en sueños. Es algo normal, si reflexiones un poco sobre ello. Por algo fui la voz que te alentó cuando no podías con tu vida, esa que tan poca estima tenías, pero que yo apreciaba con más valor que la mía. Fui la voz que arañaba tu oído mientras lo hacíamos, la que acunó tu sueño, la que sólo calla bebiendo. Por todo esto prefiero ser la voz que ya no está. No ser ni la sombra de un eco, ni el recuerdo de un susurro. Prefiero que lo imagines, porque eso que imaginas y este que escribe, soy yo.
Calzonazos. Pusilánime. Sensible.
Escritor.
Eso. Escritor. Escritor, y su cohorte de adjetivos. Escritor. No sirve de coartada. No al menos para el que escribe.




Escritor-la quieres. Letanía ad eternum para descreídos del amor y creyentes de la literatura. Oh, sorpresa. Ese es tu caso.
¿Y qué puedo hacer al respecto? Es obvio. Escribir. Y eso hago. No es terapia, tampoco abrirme la carne con un cilicio. Fustigarme sin gustarme…no. Es…mi valium para dormir, mi arenga para levantarme. Es una píldora que late, amarga, amarga, pero es mi corazón, y es mía.
Hay fantasmas. Presencias. Momentos, esquirlas, sensaciones, hitos. Sobre todo sensaciones, y yo siento. Cómo lo siento.
“Tú que en mi corazón doliente entraste
como una cuchillada, tú que has sido la
que ha venido a mí como un tropel de demonios,
engalanada y loca, para hacer de mí
espíritu humillado, tu lecho y tu dominio.”
…
Información sobre Mario Peloche
Últimos libros: Hécate (reedición) y El molino de Dios (Editorial Esdrújula).
Relato corto de Antonio Solano Gallego: Mamá se va a disgustar
El terrible portazo suena como el puño de un dios brutal, y hace que la cadenita de la luz de la mesilla repiquetee repetidas veces contra la bombilla. El tintilín alerta mi sueño e incorpora mis escasos siete años y mi terror sobre la cama.
Al estampido le sigue una tormenta de gritos y cristales rotos. Mi hermana pequeña también se ha despertado, y llega hasta mi cuarto su llanto interferido de golpes en el salón.
No logro descifrar las voces. No entiendo más que palabras sueltas. Palabras gruesas que mamá no quiere que oigamos, y por eso a veces apaga la tele en mitad de alguna película.
Pero lo que pasa detrás de la puerta de mi habitación no es una película. Suena real, suena inmediato; no es la tele.
Me he levantado de la cama y me he parado descalzo frente a la puerta. Pero no me atrevo a abrirla. Con el llanto de mi hermana en la boca del estómago miro fijamente el pomo de la puerta, pero no se abre.
Las voces ahora se oyen un poco más lejos. Deben estar en la cocina. Sí, porque tintinea sobre el piso un estrépito de platos y cubiertos.
Veo que mi brazo se extiende y empuña el pomo. Como si se tratara de otra persona, me veo abriendo la puerta y entro descalzo en el salón.
La luz de la cocina rebosa al pasillo y mancha la pared y un poco el techo del salón, que está a oscuras.
Ahora ya hace un rato que no se oye nada excepto el llanto chillón de mi hermana, que instala un pitido eterno en mis oídos.
Avanzo unos pasos, sorteando libros
desparramados y piezas del ajedrez de la mesita, y como si fuera a pasar un
tren, me asomo con un ojo a la puerta de la cocina.
Mi hermana ya no llora. Pero el pitido en los oídos sigue
chiflando de lado a lado.
Así, levemente asomado, acierto a ver una de las zapatillas azules de mamá de estar en casa, sola y boca abajo, en medio de la cocina.
Entro y mamá está en el suelo. El pelo que
siempre huele a flores le tapa la cara, y lleva el camisón y la bata por encima
de la cintura. Paso un rato mirándola, pero no se mueve. La llamo bajito, pero
no responde. Ya sólo escucho el pitido de mi cabeza.
Me da vergüenza y pena y le coloco la ropa. También le calzo
la zapatilla azul.
De pronto sé que tengo que volverme. Sé que está detrás,
huelo su sudor. Poco a poco giro sobre mis pies, y al quedar de frente me
extraño al ver que el cuchillo no gotea sangre como se ve en las películas. De
la otra mano le cuelga el chupete de mi hermana.
Siento, templado y tibio, un tenue calor húmedo que baja por la pierna y moja mi pijama. Sé que mamá se va a disgustar, porque hace ya muchos días que dejé de hacerme pis en la cama.
…
El último libro de Antonio Solano Gallego es Razón de sed (La isla de Siltolá) | Amazon
Relato corto de Miguel Bravo Vadillo: El afilador
Hoy me he levantado con ganas de releer algunos cuentos de Poe. Comencé con El gato negro. Apenas había leído unas líneas –“Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma”, nos confesaba el narrador–, cuando los monótonos acordes con los que se presenta el afilador callejero llegaron a mi oído a través de la ventana abierta de mi estudio. Recordé entonces que tenía un cuchillo que afilar, y salí a la calle en busca de aquel que mejor sabe hacer su oficio.
Era el afilador un hombre de abatida figura, enjuto de carnes, de piel morena y curtida. Sus ropas, holgadas ya para su reducido esqueleto, estaban sucias y raídas. Rondaría los cincuenta años. Una barba descuidada, de unos tres o cuatro días, dejaba entrever, más que ocultar, las penurias de su rostro. Peinaba hacia atrás su cabello ceniciento, por lo que su augusta frente quedaba por completo al descubierto; esa frente en la que se labraban algunos surcos cuando el afilador, inclinada la cabeza hacia delante, miraba directo a los ojos de quien esto escribe. Parecía un afilador de otra época, casi un personaje velazqueño.
Antes de comenzar la tarea echó un trago de vino de una vieja bota que llevaba colgada en el manillar. Bebió sin invitarme, pero no lo tomé a mal porque enseguida sospeché que aquel caldo no debía de ser del que aclara las ideas. Luego, al par que pedaleaba y hacía girar la rueda de amolar, me contó que de joven había sido músico (aunque ya nadie lo diría viendo sus manos) y que tuvo que vender el violín para comprar la herrumbrosa bicicleta y la siringa de plástico, la cual había aprendido a tocar sin despegarse el pitillo de los labios. Me hizo una demostración y sonrió orgulloso, mostrando una hilera desigual de dientes ennegrecidos. Tampoco el cigarrillo perdía el equilibrio con sus risas y parloteos. Era un hombre que, al verlo, arrumbado bajo el triste sol de noviembre, daban ganas de invitarlo a una sopa caliente.
Pensaba yo en la sopa cuando miró por encima de mi cabeza, como si detrás de mí se irguiera una figura alta y poderosa. Abrió sus ojos desmesuradamente y tembló el cigarrillo, que, ahora sí, cayó al suelo. Yo sentí un escalofrío en la nuca, pero al girarme no pude ver nada (ni a nadie) que justificara aquel terrorífico asombro. El hombre continuó su labor sin volver a mirarme ni a decir palabra, y poco después, cabizbajo, me entregó el cuchillo perfectamente afilado. Pregunté cuánto le debía. Me respondió que invitaba la casa, y se marchó como alma que lleva el diablo. Qué buen tipo, pensé. Sin embargo, regresé a mi estudio con una rara sensación de desasosiego en la boca del estómago. Una repentina curiosidad me obligó a mirar por la ventana, y pude ver cómo el afilador se alejaba calle abajo montado en su bicicleta. Gesticulaba como si discutiera con su sombra.




Me senté a mi mesa de trabajo, pero no pude dejar de pensar en algunas supersticiones que todavía perviven en mi pueblo. Por lo visto, la llegada de un afilador siempre anuncia lluvias. Y es así que, indefectiblemente, llueve a los pocos días. Pero para algunos, los más agoreros, también es vaticinio de alguna muerte. Ese mal agüero está extendido por muchos pueblos de esta región, y sé de uno, cuyo nombre prefiero no citar, en que sus habitantes han prohibido la entrada a los afiladores ambulantes. Aunque parezca mentira, desde entonces (y hace seis años de eso) allí no ha muerto nadie. Ya lo llaman el pueblo de los inmortales. Sin embargo, cuando lo pronostica el hombre del tiempo, se sigue viniendo el cielo abajo, tal y como ocurría antes de tan extravagante prohibición.
¿Pero qué vería detrás de mí ese afilador velazqueño, a través de su vino turbio? Quizá una inquietante borrasca, o tal vez el rostro huesudo de La Muerte esperando su turno para afilar la guadaña. ¿Por qué no preguntarle?, me dije, y salí en su busca. Recorrí todo el pueblo con mi coche, pero ya no pude encontrarlo. Tal parecía que se lo hubiese tragado la tierra.
Ahora anochece, y un fatídico presentimiento aflige el centro mismo de mi alma mientras pienso en la siniestra figura del afilador alejándose horizonte abajo, arrastrando tras sí el destino incierto de los hombres.
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Dos relatos cortos de Miguel Bravo Vadillo
Relato corto de Francisco Rodríguez Criado: Las muertes de Wilbor Wagner
¿Qué pasaría si alguien llama a la puerta de tu casa y resulta que la persona que llama desde el exterior eres tú, que estás dentro? Eso fue lo que le pasó a Wilbor Wagner una gélida noche de invierno de 1898, en Juneau, en el estado de Alaska. Estaba en bata en el cálido salón de su casa, sentado gozoso en la mecedora mientras afilaba sus cuchillos de caza, cuando sintió que alguien llamaba a la puerta. Al abrir, como se ha dicho ya, Wilbor descubrió que era él, el propio Wilbor, quien estaba en el umbral, tiritando, precariamente vestido, con restos de nieve sobre los hombros, los viejos zapatos y el gorro de piel. Su desconsolado abrigo presentaba tantos agujeros como un queso de Gruyère; era como si el fiero viento de los últimos días se lo hubiera comido a dentelladas. Seguramente uno de esos buscadores de oro, un fracasado, pensó Wilbor de Wilbor al tiempo que el segundo se frotaba las manos avejentadas por el frío en un intento de entrar en calor.
Wilbor, incorregible egoísta, denegó al pobre Wilbor la menor hospitalidad aun a sabiendas de que eran la misma persona. Por más que insistió el humilde Wilbor en que le permitiera pasar la noche bajo techo, o que al menos le diera un tazón de caldo caliente que echarse al estómago, el altanero y cicatero Wilbor se negó en rotundo. Después de despacharle sin el menor miramiento –lo hizo con energía pero con suma tranquilidad, ni siquiera se sacó las manos de los bolsillos de la bata–, Wilbor regresó a su mecedora mientras Wilbor, la cabeza gacha y el hatillo a la espalda, enfilaba el camino de El Sendero de los Ciervos en dirección a la iglesia de San Miguel. Allí a lo mejor podrían socorrerle.




No tuvo suerte: minutos después, Wilbor caía exhausto y aterido sobre la nieve para no levantarse nunca jamás. Alguien que pasaba por la zona, al ver el cadáver se hizo una señal en la frente en forma de cruz y siguió su camino.
Cuando la asistenta regresó a la mañana siguiente a la casa de Wilbor Wagner, encontró a su patrón muerto en la alfombra del cálido salón. El doctor Joel Fleischman dictaminó que el señor Wilbor Wagner había muerto de frío junto a la chimenea encendida.
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«Las muertes de Wilbor Wagner» está incluido en Los zapatos de Knut Hamsun, De la Luna libros, 2019.
Relato corto de Juan Manuel Ramírez Paredes: La guarida
La casa tenía varias plantas. Al caminar se podía escuchar su estructura oxidada por el paso del tiempo, el crepitar de los cimientos. Un palacio para cualquier niño, con tantos armarios que ni siquiera era necesario revolverlos cada año con el cambio de estación. Un universo para todos los monstruos que los habitan. Un laberinto de escondrijos para disfrutar al caer el sol.
«Aquí no me encontrará nadie», pensó Anna.




Ya no había ningún recoveco de aquel viejo caserón que ella no hubiera recorrido.
Tras días jugando al escondite, encontró la mejor guarida posible. Detrás del sillón de la biblioteca existía un acceso a los intramuros que separaban la habitación del salón principal. Anna sólo debía contener la respiración si escuchaba que alguno de los contendientes venía a buscarla. El juego estaba ganado. La Segunda Guerra Mundial había finalizado tiempo atrás y la casa continuaba deshabitada. Anna permanecería en aquel hueco, agazapada, escribiendo su diario…
Juan Manuel Ramírez Paredes, Cuentos sin retorno
Relato corto de Pilar Galán: Donde habite el olvido
Mi madre decía que la novela que más le gustaba era una que daban por la dos, todos los días, después de comer. Iba de un rey con muy mal carácter (muy levantisco, decía ella), que recorría sus posesiones sembrando maldades a diestro y siniestro y asesinando a todos sus enemigos. Estaba casado con muchas mujeres, aunque no hacía caso a ninguna nada más que para Eso, con mayúsculas (aquí mi madre me miraba cómplice, y yo no podía evitar bajar los ojos, como cuando era pequeño), y el resultado era que estaba cargado de hijos que se le iban de casa enseguida. El rey era africano, pero no negro, (esto parecía importarle mucho) y tenía un pelazo igualito, igualito al de tu padre cuando era joven.
Yo la escuchaba como siempre, pensando en otras cosas, con la cabeza fuera de ese salón pequeño, invadido de muebles, medicinas y fotos y presidido por una televisión prehistórica. Parecía mentira que allí hubiéramos pasado tardes enteras los cinco hermanos.
Como yo seguía soltero, era el que más iba a verla, y el que mantenía un poco el orden, por eso cuando mi madre murió por una complicación de la anestesia durante la operación de cataratas, me tocó a mí abrir armarios y vaciar cajones antes de poner la casa en venta.




Mi madre guardaba todo: nuestros boletines de notas, estampas de la Virgen, recortes de periódicos donde aparecían fotos de gente que se nos parecía mucho, facturas, recibos… Agobiado, pedí ayuda a mis hermanos y acordamos quedar después de comer para repartir todo y tirar lo que no sirviera.
No recuerdo quién de ellos apretó el botón del mando a distancia ni quién apuntó que a esa hora daban la novela que a ella le gustaba tanto. Solo sé que acabamos sentados en el viejo sofá, como antes, y dejamos que una tristeza empañada de perplejidad fuera ganando espacio al cansancio, mientras contemplábamos las primeras imágenes.
Cuando empezaron los anuncios, la pequeña llevaba llorando hacía más de diez minutos, el mayor tenía los puños apretados, en un gesto que tanto podía ser de ira como de remordimiento, y los otros dos miraban fascinados la pantalla como si hubieran sido testigos de una súbita revelación.
Solo yo permanecía sereno, tal vez porque era el que más visitaba a mamá, si no el único, el que conocía sus manías, sus despistes, su discurso repetitivo y sin sentido que solo se interrumpía para preguntar por los nietos.
Solo yo había sido destinatario de sus confidencias, de su pérdida paulatina de visión, solo yo, en definitiva podía no avergonzarme y sobre todo no extrañarme de que mamá tuviera toda la razón del mundo. Su novela daba cien mil vueltas a cualquier libro que yo hubiera leído. Tenía sangre, pasión, muerte, persecuciones y vida más allá de lo imaginable.
Pero hacía falta tener sus ojos para comprender que en la dos, después de comer, un rey africano, pero no negro, devoraba a sus enemigos y tenía un pelazo, igualito, igualito al de mi padre cuando era joven. Y vivía más allá de la soledad y la pérdida, en los lejanos desiertos del Serengueti, donde habita el olvido y crece como hiedra la inapelable crueldad de la desmemoria.
La vida es lo que llueve, De la luna libros, Mérida, 2017. | Disponible también en Amazon
Relato corto de Efi Cubero: Solo para contarlo
Lo vio todo claro desde su balcón y bajó mezclándose al bullicio. Un solitario entre las calles olvidando mareas recurrentes y acarreando de paso material de primera para su condición de extrañamiento. La ciudad mirada así, expresada, como un puzle donde todo pacientemente encaja. Aquel día, una luz mañanera volando entre caligrafías sin matices le contó que no estaba en su país pero era tan familiar el abigarramiento y la alegría, las discusiones y la pasión o el empecinamiento, mezclas diversas y dispersas como la propia vida. Se encontraba a gusto entre la multitud que pasaba junto a él sin reconocerlo. Los augurios eran de final feliz sin las turbias señales de fechas venideras que hacía muy poco había soñado. Aspiró el olor a sal del mar cercano. La sal era una bocanada de aire fresco que le llegaba de minas y de mares en los que bracear con renovados bríos. Los ojos, de pliegues y repliegues del tan acostumbrado a mirar, se volvieron rendijas como si atisbara la luz entre persianas.
Se sabía muy enfermo. Pero era de sol caribe, de los que pisan las sombras para alcanzar el agua y esa formulación inalcanzable de párrafos perdidos en campos de misterio. Lo cristalino y sobrio, lo que imantaba una definición de mundos propios. Lo vivido y hallado tras otros cauces que al común de los mortales siempre se les escapan. Era de los que escarban y ahondan y dicen más allá de los silencios y más mucho más que las palabras. De los que dejan tanta vida en cada muerte, de bambuco y quejido, de tendida sabana, chía de cristal que iluminaba cielos, oquedades antiguas de naufragios sin nombre, y aquel dolor de río que llenaba de sueños la vigilia de un idioma, tan antiguo, que sin embargo innova eternamente.




Él, que caminó con pies de barro por caminos de mundos tan distintos, pensaba que eso de navegar con el remo propicio y la vela que avente sin perder de vista jamás la tierra es mucho más claro para la travesía personal además de aportar mayores perspectivas. Guardó siempre la sabiduría de mirar cara a cara a la vida de manera infinita.
Buscaba algo a lo que adherirse, unos manglares al son de cierta isla que ofrece siempre todo lo que tiene, la compañía de rosas arrojadas junto a los papeles poco antes de haberse marchitado, la belleza de la aparente sencillez o el mundo alucinado de aquella oralidad perdida poblada de fantasmas y de historias pretéritas.
Entró en la bodeguita, nadie pareció verlo.
De pronto aquel aroma a rosas amarillas inundándolo todo.
Se preguntó si estaba allí solo para contarlo.
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Los últimos libros de Efi Cubero son Condición del extraño (Isla de Siltolá) y Punto de apoyo (de La Luna libros). Actualmente, está preparando un libro de ensayos. Más información
Relato corto de Juan Manuel Ramírez Navarro: Mariluz o la ruptura de la fantasía
Cuando Lewis Carroll escribió “Alicia en el país de las maravillas”, y posteriormente “Alicia a través del espejo”, quiso llenar de fantasía la historia de una niña real. Su nombre era Mariluz, y era la hija de un amigo del escritor.
Mariluz descubrió, a una edad muy temprana, que cuando la realidad entra en tu casa dando un portazo, la fantasía huye despavorida por la ventana. Así es la vida: Te atrapa con sus garras y te lleva por vericuetos, laberintos y pedregales en los que te encuentras más perdido que un ciego en la escalera de Escher. Esa realidad impetuosa y grosera te fija a la tierra, te atrae con la misma fuerza que la gravedad y te aleja de los sueños, de las ilusiones y la fantasía.
Mariluz era una chica inquieta, luminosa, imaginativa, características éstas que su madre se apresuraba en potenciar. Para ello, no dudaba en ofrecerle lecturas que acrecentaban en su mente la existencia de realidades paralelas, mundos fantásticos y mágicos seres que lo habitaban. Uno de esos libros fue precisamente “Alicia en el país de las maravillas”, el primero que escribió el Sr. Carroll, amigo de la familia. El libro posterior, “Alicia a través del espejo”, fue inspirado por la historia que os voy a relatar.
Mariluz, tras la lectura del primer libro, buscaba diligentemente la madriguera de conejo que le franquease el paso a ese mundo fantástico del que estaba convencida que debía existir. Su madre, conocedora de sus pesquisas y pensando que no hacía ningún mal animando a su hija en sus ilusiones, le comentó que si no encontraba esa madriguera no debía desilusionarse, que tal vez estaría oculta por la maleza, pero que ella podría viajar a esos mundos a través del espejo del salón. Peter, el padre de Mariluz, era un hombre pragmático, empírico y serio, del que su esposa decía a menudo que era un hombre “tierra-tierra”, incapaz de quitarle las bridas a la imaginación. Pero Peter, consciente de la educación que su esposa estaba dando a la pequeña y conocedor de esas conversaciones, tomó la resolución de acabar de inmediato con lo que él definía como cuentos sin sustancias, irrealidades que carecían del más mínimo sentido común y sin base científica que las avalase.
Un día, cansado de las elusivas divagaciones de la madre y la hija, tomó a ésta de la mano y, colocando una silla frente al espejo del salón, le dijo:
–Bien, si de verdad crees a tu madre y piensas que atravesando el espejo hay un mundo fantástico, salta.
Ella, ilusionada y nerviosa le contestó:
–Sí, mamá dice que yo soy luz, porque ese es mi nombre, y la luz puede pasar a través del cristal.
–De acuerdo –dijo el padre–. Salta pues.
Mariluz tomó impulso y se precipitó contra el cristal haciéndolo añicos. Cuando su padre la levantó del suelo tenía un corte en la frente y la nariz le sangraba. Ella, con lágrimas en los ojos, dijo:




–Pero mamá decía que yo era luz, que la luz podía atravesar el cristal.
–Si hija, tú eres luz y la luz, efectivamente puede cruzar el cristal, y lo has hecho. Pero no ha sido el cristal el que te ha impedido el paso, ha sido el azogue.
Más tarde, Mariluz aprendió varias cosas: Una, que los cuentos son cuentos; otra, que la palabra azogue, además de ser un metal blanco más pesado que el plomo, usado para fabricar espejos y en otras actividades industriales, es también, en su acepción figurada y familiar la manera de definir a una persona muy inquieta. Y una tercera que también le sirvió a la madre; que a la fantasía hay que ponerle bridas para que no se desboque.
Cuando Lewis Carroll escuchó esta historia de boca de su amigo Peter, escribió su segunda novela sobre Alicia, pero Mariluz y su madre nunca la leyeron.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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«Mariluz o la ruptura de la fantasía», de Juan Manuel Ramírez Navarro es un relato inédito.
Relato corto de Marino González Montero: Torre de San Miguel
Cuando la sintió levantarse de la cama, se temió lo peor. Nunca había hecho mucho caso pero, aunque no se lo contaran directamente, los oídos se vuelven permeables ante las habladurías. Por eso llevaba observándola varios meses. Por eso intuía que esta sería la noche. Una luna blanda de agosto, naranja por los incendios, llevaba ya dos horas tirando una línea a compás en lo que nunca debió llamarse cielo.
Aguantó en la cama todo lo que le permitió el inocente pensamiento de que quizá se había levantado, al aullido de los lobos, a orinar al corral. Pero, cuando oyó cómo cerraba sin sigilo el portón, tomó aire con resignación y se incorporó en la cama. Todavía estuvo allí sentado unos minutos, escuchando el silencio que se colaba por el ventanuco de la alcoba, con la desgastada creencia de que podría volver en cualquier momento.
Se vistió demorándose en cada botón, probando en varios agujeros del cinto que sujetaba el pantalón de pana, como buscando en la elasticidad del tiempo un cambio de rumbo y de destino. La misma sensación que cuando le avisaron de la muerte de su madre y tardó una eternidad en llegar de las eras a la casa. Las piernas parecían moverse en un charco de lodo.




No hacía falta que nadie le dijera nada. Sabía dónde buscar. Cuando estaba a unos cincuenta metros la vio subiendo las gradas del Rollo. Allí estaba: Angelina Güiza, la mujer a la que prometió amor y fidelidad eternos, se había despojado de sus ropas y se restregaba contra el fuste de piedra. Por la espalda primero. Por delante después. Se agarraba a la columna con pies y manos, como si fuera a derribarla, mientras sangraba por todo el cuerpo. Gritaba con todas sus fuerzas mirando a la luna: «El falo… El gran falo cósmico… Déjame, cielocéano, que te penetre por el agujero de la luna…»
Envuelto en lágrimas se alejó corriendo de allí antes de que ella notara su presencia. A los pocos minutos, se presentó acompañado del alcalde y de un alguacil, descompuestos ante la visión de aquella orgía sideral. Sin mediar palabra, la sujetaron entre dos y el alguacil la rebanó el cuello de un solo tajo. No opuso ninguna resistencia, pero sí le dio tiempo a decirle a su marido: «Déjame… océano cielo… «
En las horas siguientes se dieron mucha prisa para que no les pillara el alba. Fue una maniobra mecánicamente orquestada. La partieron en dos y en dos agujeros separados la enterraron boca abajo. Uno de ellos, en el camino de Santibáñez y otro en el camino de la Reina.
Dicen que cada año, en la luna blanda de agosto, antes de amanecer, los leones de las ménsulas echan espuma por las fauces de piedra.
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El último libro de Marino González Montero es De rollos y picotas de Extremadura (de la luna libros, 2016). Más información sobre el autor
Relato corto de Purificación Claver García: Desolación
1
Una bandada de pájaros cruzaba el cielo grisáceo. Contemplé las nubes amenazantes de lluvia y me dirigí hacia la casa. Algo parecido al miedo comenzó a invadirme; no encontraba sosiego bajo aquel cielo plomizo. Los graznidos de aquellas aves eran como un presentimiento de algo nefasto.
Dentro de la casa permanecía aún el agradable calor del rescoldo de la chimenea. Lo avivé y me senté con Tula (mi perra), que pronto se quedó dormida al cobijo del hogar.
Mis pensamientos se tornaban en recuerdos mirando aquellos troncos incandescentes.
Los graznidos de los pájaros cesaron y me asomé a la ventana. El cielo había ennegrecido aún más y un silencio premonitorio se abatió sobre el lugar. Por fin, gruesos goterones de lluvia cayeron sobre los campos secos, que en un momento embebieron el agua esperada durante tanto tiempo. Tula se movía inquieta y ladraba lastimera. El temporal arreciaba y Luis aún no había llegado. Mi corazón comenzó a palpitar con premura cuando me asomé a la ventana. A través de ella vi cómo el agua se desbordaba por el lindero y cómo la oscuridad sombreaba la tarde.
Los truenos encogían el corazón de la temblorosa Tula, y también el mío. Salí con la esperanza de ver llegar a Luis, llegué hasta el huerto y, en un arrebato de angustia, lo llamé a gritos. Caí exhausta sobre las coles que ahora eran parte del barrizal, recobré la compostura por un momento y observé cómo el temporal arrastraba todo lo sembrado. Me animé pensando que al menos mi perrita estaba a salvo.




En la ya cerrada noche pasé de nuevo al interior de la casa empapada y abatida. Intenté comunicarme con el exterior. El teléfono no tenía línea. Estaba aislada del mundo.
La tormenta cesó y por fin, el teléfono dio señales; pedí auxilio para que encontraran a mi compañero; lo imaginaba perdido y derrotado en algún lugar del inmenso campo. Agotada, aunque ya con mis ropas secas, cogí a Tula en mi regazo y las dos nos quedamos dormidas.
En el amanecer desperté sobresaltada. La falta de Luis en la casa me angustiaba. ¿Qué habría sido de él? Tomé un café caliente y salí afuera. Todo estaba inundado de agua y barro, todo estaba arrasado y solamente Tula sintió mi desesperación. Grité abrazada a ella, recordando que Luis no estaba con nosotras.
La policía de salvamento y los perros buscaban con tesón por los pastos encharcados, ¡pero no había ni rastro de él!
Cayó la noche, esta vez apacible después de la tempestad, y me dispuse a pasarla con una nueva esperanza. Intuí a mi compañero errante y desvalido en el inmenso lodazal. Tula, como siempre, se acercó a mí esperando un hueco en el sofá, donde nos quedamos dormidas al confortable calor de las brasas.
Los ladridos de los perros y el ruidoso motor de un coche me sobresaltaron. Salí corriendo alborozada. “¡Luis, es Luis!”, exclamé en voz alta. Abrí la puerta y tras de ella me encontré con la cruda realidad. La figura masculina y robusta de Ramón, el guarda, se mostraba ante mí, iluminada por los primeros rayos de sol, como algo sorpresivo y decepcionante.
Me saludó cordialmente.
–¡Buenos días, Laura! Me he acercado para ver cómo estabas. Después del temporal lo habrás pasado en vilo.
–Sí –respondí–, y Luis aún no ha llegado.
Ramón me miró con expresión de desconcierto y me dijo con ternura:
–¡Laura! Recuerda: él se marchó hace más de dos años.
Lo dejé cavilando y le di la espalda. No quería que viese mis lágrimas, ni quería demostrarle mi locura.
Observé que regresaban algunos pájaros después de la tormenta y en ese momento recordé una mañana imprecisa como aquella, cuando vi su silueta trasportando una maleta verde, acercándose al automóvil que lo alejó de mí para siempre.
*
Aquella tormenta cambió el paisaje, el lodo iba secando poco a poco formando en la tierra extrañas hondonadas y prominencias que deslucían mi horizonte. Me quedé con Tula, mi única amiga y compañera, un animal noble que salvaba mis momentos de soledad en aquella casa.
Se acercaba la primavera y Ramón el guarda pasaba de vez en cuando por allí para ofrecerme su ayuda. Sin duda era mi mejor amigo y mi familia en aquel lugar.
Los campos anegados por la tormenta habían quedado baldíos, solo se salvó el huerto que trabajé duramente después de lo acaecido. Había mucho trabajo que hacer y necesitaba estar ocupada. Por otra parte, el recuerdo de Luis iba siendo cada vez más borroso y por fin me rendí a la verdad. Se marchó de mi lado dejándome en la más completa soledad. Se fue una mañana tormentosa de pájaros en bandada que huían de este lugar (igual que él).
Nos amábamos y compartíamos con gozo el vergel que levantamos donde no había más que hierbas secas. Después de la última tormenta de nuevo todo quedó desolado. Sin embargo, la primavera me trajo nuevas energías y me empeñé en que todo tenía que renacer de nuevo.
Desde el altozano que hay detrás de la casa hay un camino que bifurca a la derecha y enlaza con la carretera. Muchas veces dirigía mi mirada hasta allí pensando que Luis podía aparecer por su horizonte, lo imaginaba igual que se fue, con el vehículo con el que recorríamos estas agrestes tierras, retornando a casa con aquella maleta verde, lo imaginaba jugueteando con Tula entre sus pies. Imaginaciones y ensueños que se desvanecían en un momento cuando retornaba a la realidad.
Tula estaba sentada en la puerta de casa, se levantó nerviosa y avisó con sus ladridos de la presencia de Ramón, que venía a visitarnos.
–Buenas tardes, Laura –saludó.
–Buenas tardes, Ramón –respondí–. ¿A qué se debe tú visita?
–Te traigo una buena noticia.
–Tú dirás –contesté.
–Mañana vienen las maquinas para arreglar las tierras arrasadas.
Me abracé a él emocionada, por fin todo podría ser como antes de la tormenta, por fin volvería a trabajar en aquello que forjamos Luis y yo.
La mañana era apacible, aunque las nubes esparcidas por el cielo daban la impresión de querer descargar en algún momento. Tula me seguía juguetona hasta la camioneta y dio un salto acomodándose en el asiento. Por el camino recogimos a Ramón, con el cual había quedado la noche anterior. La polvareda del camino nos cegaba por momentos y tuve que parar en dos ocasiones. Cuando llegamos a la ensenada, las máquinas estaban haciendo su labor.
Las excavadoras iban moviendo la tierra y el lodo seco de aquel campo que un día fue fértil. La tierra iba cogiendo forma de nuevo. Los obreros pararon un momento para comer mientras yo me disponía a compartir unas viandas con Ramón. Apenas empezamos a comer, cuando Tula se puso impertinente ladrando y dando carreras sobre una duna seca. La amonesté varias veces, pero extrañamente desobedecía mis órdenes una y otra vez. Estaba enloquecida olisqueando y escarbando en un lugar muy definido. Eso hizo que todos nos acercáramos hasta el montículo que iba descomponiendo con sus patas.
Los hombres cogieron una pala mecánica sospechando que donde escarbaba mi Tula había algo extraño. Un olor nauseabundo se percibía a medida que avanzaban y por fin algo contundente y duro quedó enganchado en una palada honda. Ante nosotros se mostraba una maleta grande y maloliente que una vez limpia de el barro que la envolvía vimos que era igual que la maleta verde de Luis.
Ramón y yo nos miramos sin atrevernos a comentar nada y Tula se agazapó temblorosa a mis pies.
La maleta fue abierta con mucho cuidado. La pestilencia era muy fuerte y desagradable. Un olor cadavérico nos hizo proteger nuestras fosas nasales. Era un hedor tan espeluznante como el cadáver en descomposición que había dentro de la maleta.
En un principio fue el horror y la sorpresa lo que me invadió y después el temor de que aquel despojo fuera Luis. Las pesquisas policiales aclararon que el cadáver era de un hombre joven de raza negra. Era Jorad, mi gran amigo, que vino a encontrar la muerte donde quiso encontrar una vida digna. Mi desconsuelo fue profundo y lloré a mi amigo hasta quedar extenuada.
Las tormentas siempre las anuncian los pájaros, que frecuentemente van en bandadas a guarecerse en la huida. Aquel atardecer gris salpicaba el cielo de vez en cuando. Los pájaros siempre me presagian algo desagradable; por eso los temo.
Llamaron a la puerta y abrí con diligencia suponiendo que era Ramón y en efecto era él, aunque esta vez no venía solo: un par de inspectores de policía lo acompañaban. Los hice pasar al interior de la casa y me dieron una noticia que no esperaba, Aquella visita era un interrogatorio para esclarecer la muerte de Jorad, de la que acusaban a Luis. Todas las pruebas lo inculpaban. Además, encontraron a un testigo de excepción, Manuel, que confesó haberlo visto enterrar la maleta después de que arreciera el temporal. Luego lo perdió de vista, cuando intentaba salir hacia la carretera con su coche.
Nada está oculto permanentemente y aquella tormenta que arrasó los sembrados enterró un cruel delito. Posteriormente, cuando todo quedó tranquilo, salió la verdad a flote gracias a Tula. Sin embargo, no todo estaba aclarado. Aún tendría que venir otra gran tormenta para descubrir qué pasó con mi marido, una tormenta que desenterrara la mezquindad y el crimen, una tormenta que demostrara que Luis quedó allí como parte del paisaje en lo más profundo de la tierra…
Llegaron de nuevo las lluvias copiosas y esperadas. Después de un largo tiempo de sequía, los pájaros sobrevolaban tranquilos hacia sus nidos y el olor a tierra húmeda y naturaleza viva era patente. En todo el territorio había una tranquilidad exultante.
Las tardes eran placenteras al calor de la chimenea con Tula. Ramón nos acompañó numerosas veces. Yo empecé a desconfiar un poco de sus frecuentes visitas, y sobre todo de la confianza excesiva que se iba tomando, pero no me atrevía a decirle que sus visitas coartaban mi libertad. Quizás hice mal, ya que Ramón estaba confundiendo amabilidad y amistad con otros sentimientos que yo no podía corresponder…
*
Las tormentas vienen de vez en cuando y una tarde de lluvia y truenos me hizo recordar aquella que devastó todo mi entorno. Llevábamos dos semanas de lluvias copiosas y lentas que iban desbordando poco a poco las acequias y los pantanos, era una lluvia enriquecedora para el campo. Sin embargo, acechaba siempre una tormenta y eso era lo que yo, temía tanto…
Llamaron a la puerta y salí a abrir. Era Ramón, como siempre. Esta vez su cara reflejaba preocupación. Le saludé secamente.
–Hola, ¿qué pasa, Ramón?
–Nada –respondió–, pero deberías de venir a la acequia grande conmigo.
No me apetecía ir, odio las acequias y sus aguas estancadas. Sin embargo, lo seguí bien equipada para el agua, me puse un buen impermeable y las botas altas de goma, subí al todoterreno de Ramón, que fue con el gesto adusto y en silencio todo el camino. A medida que avanzábamos hasta la hondonada, mi corazón latía con más fuerza. Yo no quería seguir hasta allí y se lo hice saber, pero él ignoró mis deseos.
La blandura del barro nos hizo salir del vehículo y seguí el trayecto que nos quedaba a pie. Ramón me llevaba cogida fuertemente por la mano, causándome un fuerte dolor que me hacía aligerar el paso.
Cuando llegamos a la zona de las acequias pude comprobar que las lluvias habían ido desbordando su contenido, escupiendo toda la suciedad hacia el exterior. Esto dio como resultado un agua cristalina y clara, tan clara que se podía vislumbrar su fondo con nitidez.
El agua limpia y purifica todo y esta vez nos ofrecía su trasparencia mostrando lo que el lodo había escondido. El vehículo de Luis quedó al descubierto y fue sacado al exterior. No había en su interior ni el más remoto vestigio de su cuerpo. En aquellos intensos momentos mis pensamientos se atropellaban. No podía quitar de mi mente el cuerpo de Jorad en aquella maleta verde que Luis trasportaba. Por fin recordé cómo lo seguimos Tula y yo en la camioneta. Después todo sucedió muy rápido, él enterró la maleta y yo salí enloquecida a su encuentro sin saber que el cuerpo de mi amigo Jorad había sido enterrado ante mis ojos.
Mis recuerdos afloraban ante la evidencia de aquellas aguas cristalinas y rememoré aquel momento en que Ramón llegó a mi casa después de la tormenta; aquella tormenta descomunal que viví al lado de mi perra en una noche llena de confusiones donde eché de menos la presencia de Luis.
El agua clara y limpia mostraba su vehículo con toda nitidez. A Luis le dieron por desaparecido y yo, después de haber pasado mucho tiempo sigo preguntándome en qué lugar habrá quedado su cuerpo vapuleado o golpeado por la tormenta, ¿qué roca o que hendidura de la tierra lo habrá acogido?
Ha pasado el tiempo. Tula está muy vieja, pero sigue siendo igual de osada que yo. En este envejecer juntos somos tres. Ramón, al que siempre tuve cerca y siempre ignoré como un posible amor, es ahora mi leal compañero. La dureza del campo se me hace más llevadera cuando él está cerca de nosotras. Tula llorisqueaba cuando después de alguna visita se marchaba y yo en mis largos silencios comencé a preguntarme por qué cada día necesitaba más su presencia; su sencillez y nobleza me iba cautivando día a día y en ese mar de preguntas que una se hace en soledad, decidí hacerle la proposición arriesgada de que conviviera conmigo si podía aguantarme. Aceptó y descubrí a su lado el amor maduro. Fue poco a poco un aprendizaje nuevo donde la pasión juvenil ya no existía. Sin embargo, descubrí el cariño reposado de la edad madura, los besos silenciosos y las manos enlazadas cuando sentíamos algún atisbo de desánimo. Las sombras de Luis y Jorad planean de vez en cuando en mis pensamientos, igual que esas aves que surcan los cielos en los días grisáceos. A veces pienso si Luis estará con vida en algún sitio, donde las tormentas de los recuerdos no le alcancen. Cuando estos pensamientos me invaden miro a Ramón, me acerco y acaricio su rostro. Él parece adivinar mis pensamientos, me besa con ternura y comenta muy bajito: “Todo está bien, mujer, todo está bien…”.
(Publicado en Los Armarios, Norbanova, 2014)
Purificación Claver García (Cáceres, 1948) ha centrado gran parte de su producción literaria en el relato corto. Es autora de libros como El lucero de las sombras, Los armarios (Norbanova, 2014) y Madrugadas de tinta (Tau, 2018), que es su último libro. Actualmente está escribiendo una novela.
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Última actualización el 2023-12-03 / Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados

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