La literatura y el cine guardan una estrecha relación. ¡Qué digo: son como hermanos: el cine es literatura, y la literatura es cine! No resulta extraño, pues, que abunden los cineastas que escriben relatos cortos, ni que Quentin Tarantino haya declarado que se dedicará a la literatura cuando termine de rodar su décima película.
A modo de ejemplo, tres directores de cine nos ofrecen hoy tres cuentos literarios: dos españoles (Gonzalo Suárez y Fernando León de Aranoa) y el estadounidense Woody Allen.
Creo que las tres historias cortas van a ser de vuestro agrado. :–)
Microrrelato de Gonzalo Suárez: Un cuento casi sufí
Recogí a un vagabundo en la carretera. Me arrepentí enseguida. Olía mal. Sus harapos ensuciaron la tapicería de mi coche. Pero Dios premió mi acto de caridad y convirtió al vagabundo en una bella princesa. Ella y yo pasamos la noche en un motel. Al amanecer, me desperté en brazos del maloliente vagabundo. Y comprendí que Dios nos premia con los sueños y nos castiga con la realidad.
La melodía. Fernando León de Aranoa
Apoyado en la pared de adobe llena de agujeros, el soldado silba una melodía sencilla mientras el pelotón que va a ejecutarle carga, apunta y dispara sus armas.
El capitán al mando se sorprende esa misma noche en la cantina, tarareando la melodía. Evita a las soldaderas, le incomoda su risa.
Rechaza el alcohol y la euforia con la que sus oficiales celebran la victoria de hoy y conjuran el miedo a la derrota de mañana.
Pasa la guerra, se olvida. Si se ganó o se perdió, pocos lo recuerdan ya.
El capitán se hace brigada y el brigada, general, sin que la melodía se borre de donde sea que haya quedado grabada. Pueden pasar meses sin que vuelva a su cabeza, pero sabe que en el instante en el que lo desee podrá tararearla otra vez y, sin saber por qué, lo percibe como una amenaza.
Así sucede el día de la comunión de Andrés, su hijo; una tarde en los caballos, en la que apostaron cuarenta pesos a Veloz y perdieron; la mañana que a su mujer le dieron la terrible noticia y tres meses después, justo después de su entierro, en una cafetería del centro de la ciudad a la que no había regresado desde que se fueron a vivir al barrio alto, en los años setenta.
La silbará por última vez ausente, en su lecho de muerte. Su hijo, ya un joven cadete de la escuela de oficiales Baltasar Luengo, pregunta por su origen, pero el anciano militar le miente.
Años más tarde la tararea él también en un bar, una noche, sin darse cuenta. Una joven, que le escucha, se enamora de él dos mesas más allá. La melodía le es familiar. Su padre la silbaba cuando ella era niña, cuando el mundo comenzaba y terminaba en el caballo imaginario de sus rodillas. Pero eso fue hace mucho, antes incluso de la guerra, en la que había muerto fusilado.
La joven tiene una mirada hermosa: hay tanta vida en sus ojos que asusta. Y sin embargo, sin que pueda comprender por qué, al joven cadete le cuesta sostenérsela.
Siente que le debe una explicación, pero no sabe cuál.
✅ Aquí yacen dragones . Fernando León de Aranoa, 2013.
Relato corto de Woody Allen: Fiesta de disfraces
Les voy a contar una historia que les parecerá increíble. Una vez cacé un alce. Me fui de cacería a los bosques de Nueva York y cacé un alce.
Así que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y emprendí el regreso a casa por la carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era que la bala no le había penetrado en la cabeza; sólo le había rozado el cráneo y lo había dejado inconsciente.
Justo cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de New York hay una ley que prohíbe llevar un alce vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo tremendo…
Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los Berkowitz. Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el estado de Nueva York hay una ley que los martes, los jueves y muy especialmente los sábados…

A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva York. Pero les salió el tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.
Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos de la mañana en mi vestíbulo.
Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.
Woody Allen
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Woody Allen (El País)
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