Relato corto de Edmundo Valadés: La grosería

La señora del 12, la enfermera, sale de su vivienda. Es alta, madura, enérgica. Va a su trabajo, como todos los días. Por el patio, donde la ropa colgada arbitrariamente cerca de los lavadores habla de la promiscuidad y pobreza de los vecinos, pasa Irma. Casi todavía una niña, aunque los pechos ceñidos por apretado suéter revelan su floreciente pubertad, se enjuga incontenibles lágrimas.

La señora Lola observa el lloro de la muchacha. Su experiencia maternal le denuncia que ese llanto encubre algo grave. Inquisitiva, judicial, con severidad amistosa detiene a la chiquilla, que llora con más ganas.

–Vamos a ver, muchacha, ¿qué te pasa? ¿A qué vienen esos lagrimones?

Con la voz entrecortada, después de un profundo puchero, Irma confiesa un delicado problema, como quien se lanza al agua al zozobrar el barco.

–Voy a la escuela y estoy muy mala, señora Lola. Me está saliendo mucha sangre y el trapo que me puse se me está cayendo.

¿Será que la niña ya es una mujer? ¿No la habrán prevenido la mamá o la maestra? Es una experiencia que asusta siempre cuando no se la espera. Bien pudiera ser eso.

–¿Y no lo sabe tu mamá? ¿No le dijiste que estás mala?

–¡Ay, señora Lola, me mataría si lo supiese! Por Dios, no vaya usted a decírselo.

Unos calzones agujereados golpean el rostro sorprendido de la señora Lola. Su voz se endurece. Hay una irritada curiosidad en su pregunta:

–A ver, ¿qué te ha pasado, muchacha?

Es igual que cuando a uniño lo descubren al romper un cacharro. Para el niño, es como si hubiera destruido el mundo. Y lo han visto. Se suelta llorando con toda su alma. Así Irma, después pudo decir.

–Es que Tiburcio… Es que Tiburcio me hizo la «grosería»…

Doña Lola, a pesar de su entereza, queda súbita. Tiburcio es su hijo, un mocetón de 15 años que acaba de ingresar en la escuela secundaria. Es un chamaco. Le está cambiando la voz, se ha hecho fornido, a veces se retrasa, llega más tarde de la hora prometida… pero es un chamaco. ¡Si no lo supiera su madre!

–Vete ahí a la tienda de doña Chonita. Ahí te alcanzo en un momentito. Y deja de llorar, que voy a curarte.

¿Y si fuera? ¡Sería terrible! Don Pancho, el padre de Irma, no se tocaría el corazón para matar a Tiburcio. Doña Lola se preoucpa. Hay que averiguarlo todo de una vez.

Regresa a su vivienda. Por ahí debe andar el muchacho.

–Tiburcio, ¡ven acá!

Ahí viene. Como si lo hubieran descubierto: con la cabeza gacha, empujando una basura con el pie, sin querer dar los ojos.

Doña Lola lo ve: es su hijo. Un niño. Un niño que tendrá que ser hombre.

–Tiburcio, ¿qué le has hecho a Irma?

La voz es inapelable. No hay salvación posible. Tiburcio se muestra compungido. Entiende que no puede evadirse. Y la actitud de su madre no hace esperar nada bueno.

–Te digo, anda, ¿qué le hiciste a Irma? Ándale, contéstame pronto, que me voy a enojar más…

Enrojece. No es fácil explicarlo. Mas no hay escape. Y lo confiesa de golpe:

–Pos es que… pos es que ya hace tiempo que ella me decía que yo no era hombre… y pos… y pos me agarrable… y yo le decía que se estuviera quieta… que ya iba a ver… que yo sí era hombre… pos que le iba a hacer la «grosería»…

Doña Lola no se lo explicaría, mas con todo y su angustia, por allá dentro le brota una sonrisa. Tiene que fingir su enojo.

–Ajá, ¿conque muy hombrecito, eh?

Tiburcio espera que su madre lance el rayo que lo pulverice. Está asustado. Siente que las lágrimas van a salírsele.

–Por ella fue, por andarme buscando… y hoy otra vez… me estuvo jalando y agarrando… y que yo no era hombre… y yo estaba en el excusado… y por allí fue otra vez a decirme que no era hombre… y pos la jalé y le hice la «grosería»…

No se contiene. Se frota los ojos.

–Ya verá, muchacho majadero, ¡ahora va usted a saber lo que es ser hombre! Desde ora mismo se acabó la escuela y la vagancia! Ya que se siente tan capaz de esas cosas, ahora va usted a saber de verdad lo que es traer pantalones. Hoy mismito lo pongo a trabajar, ¡me oye! Hoy mismito, sin que pase un día más. Ya verá que se le quitan las ganas de andar haciendo sus groserías.

Ahora sí doña Lola está enojada. Pesca al muchacho de un brazo y le da fuertes manazos. Cada uno es más violento que el anterior.

–¡Ándele, váyase pa fuera! A ver si no lo motan por sinvergüenza.

Tiburcio sale, restregándose la nariz. Muy serio debe ser lo que ha hecho. Atraviesa el largo patio, hasta la calle, con miedo de que se le atraviese don Pancho. Como todos los días, pasa el largo ferrocarril. Los puesteros. Las gentes. Y para que todo lo ve por primera vez.

–Quiubo, Tibu, ¿qué te pasa?

Son sus cuates. Sus «manitos». Los de la palomilla.

–Pos me pegaron.

–No la amueles, ¿pos qui’ciste?

–Pos li’ce la «grosería» a Irma…

Ellos no se enojan. Lo ven con gesto curioso, admirativo.

–Míralo, ¡qué abusado! ¡Ora sí eres hombre!

–Ándele, fúmese su cigarro.

–A ver, cuéntanos, ¿qué tal estuvo?

Yo no tiene vergüenza ni susto. Su miedo se vuelve orgullo. Como si hubiera crecido mucho de pronto. Y mientras se los cuenta, Tiburcio se va sintiendo bien.

«Es chico esto de sentirse hombre», piensa.

En la tienda de doña Chonita, Irma está triste. Llora sorda, inconsolablemente. No sabe por qué, pero es como si se hubiera hecho pequeña, tan pequeña como cuando ni siquiera sabía andar.

Comentario del cuento «La grosería», de Edmundo Valadés

Ernesto Bustos Garrido

Cuento mexicano sobre «La grosería», de Edmundo Valadés

Por Ernesto Bustos Garrido

El cuento es un sueño breve. Edmundo Valadés

Este cuento habla de una violación. La chica siente más miedo que dolor. «Que no lo sepa su madre». Con seguridad ellas dos nunca hablaron del tema. El ataque sexual llegó porque tenía que llegar. Edmundo Valadés (Sonora 1015- Ciudad de México 1994), traza con dos frases el escenario del conflicto y eso es suficiente para darse cuenta del ambiente en que viven muchas familias pobres. Es allí donde los ataques sexuales a niñas son el pan de cada día. Hoy las tasas de natalidad en el mundo de la marginalidad en ese país y en toda América Latina alcanzan cifras impresionantes, y van en aumento porque el tema de la educación sexual ni se habla en el seno de la familia ni se toca en los colegios. Y si se produce un embarazo, la iglesia, los poderes fácticos y ciertos partidos conservadores se oponen a cualquier salida, estigmatizando así a las víctimas para toda un a vida.

 Y, aparte, los responsables de las políticas de protección brillan por su ausencia, además que en muchos países la legislación exige que el delito de violación sea descubierto «in fraganti». Ni siquiera la versión de la afectada y el examen médico correspondiente ayudan a la condenar del autor. Tiene que ser en vivo y en directo y además, si se trata de una menor, ésta debe comparecer ante la policía y ante los jueces las veces que éstos quieran conocer el hecho de primera fuente. Al final las víctimas terminan por decisión propia o por decisión de sus padres ocultando el hecho, y aquí no ha pasado nada. Y entonces en abusador sigue libre y sin duda volverá a violar a quien se le ponga por delante.

Esta es la idea que encierra este relato de Valadés… Rutina… pura rutina… Sucedió, sucede, sucederá…

Pero para contarlo, sin caer en la vulgaridad, hace falta talento. Es lo que le sobraba a Edmundo Valadés. Primero fue profesor de escuela rural, más tarde le hizo la periodismo; escribía de lo humano o lo divino. Para eso había leído en su adolescencia a Poe, Chejov, y a Maupassant, y uno en particular, Anatole France. Y se podría agregar a Victor Hugo. Pero antes, siendo un niño, cayó en sus manos «Las mil y una noches». Quedó obnubilado, como si un mago lo hubiera encantado. Sin embargo, después vino la desilusión al enterarse de que lo había leído era la versión de Galán, hecha especialmente para niños. ¿Una explicación, si cabe? Los editores de esos años (alrededor de 1925), influidos por la Iglesia, mutilaban las obras clásicas cortando con mirada estrecha y tijera veloz aquellas versiones que contenían ciertos pasajes cargados de lo que ellos llamaban «exceso de sensualidad». Pero para Valadés el fondo quedó y la prosa de los clásicos se le alojó bajo la piel. Con ese bagaje comenzó a prepararse para mezclar la crónica periodística con el relato. También hacía crítica literaria y escribía artículos de pensamiento e ideas propias, los que más tarde se transformarían en ensayos. Hasta hizo uno sobre Marcel Proust. Como si fuera poco Valdés también fue policía, una especie de investigador para casos criminales. Dicha experiencia enriqueció todavía más su febril idea de ser escritor… Hasta que un día salió ese cuento inigualable del cual se han realizado unas cuarenta traducciones, incluido el esperanto: «La muerte tiene permiso».

Está incluido en un libro de nombre homónimo junto a otros diecisiete relatos y que constituyen la primera publicación de Valdés como narrador. «La muerte tiene permiso» encabeza la obra y desde su primer momento acaparó la atención de lectores y crítica. Estaba escrito con un lenguaje sin miedo, sin eufemismos, sin retruécanos ni barroquismos gongorianos. Valadés debió haberlo escrito a comienzos de los años cincuenta. Se le criticó porque el tema de la desigualdad social, planteado allí, ya no era por entonces un asunto tan animoso como en los años que siguieron a la revolución. Ciertos personajes de la política dijeron que no se justificaba hablar de robos, abusos, y violaciones. «Eso es cosa del pasado», dijeron. Valadés, siempre muy quitado de bulla, se comió la incomprensión e insistió en que el tema estaba plenamente vigente. El tiempo le dió la razón porque «México lindo y querido», como dice la canción, es en muchos casos una postal turística sólo que «los malos», además de los políticos, son hoy los narcotraficantes. El pueblo sigue tan aplastado como entonces.

Respecto de «La Grosería» y los otros cuentos del libro «La muerte tiene permiso», son ágiles, amenos y de excelente factura. Presentan por lo general, un mundo generoso basado en la observación aguda de distintos aspectos de la realidad. Otros, con una gran precisión y violencia contenida, estallan, súbitamente, creando la especial atmósfera de sus historias. Valadés, ceador de una voz muy propia, terrenal y lúdico unas veces, reflexivo y melancólico otras, el sustrato del escritor de carne y hueso está detrás de todos los personajes de sus cuentos, los cuales, como decía Cortázar, «manifiestan esa tensión y ese fuego que todo buen cuento debe tener desde las primeras palabras.

* ** Ver «La muerte tiene permiso«

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