Stephen King, representante de la literatura de terror, todo un best-seller, ha escrito numerosas novelas que le han dado fama mundial: Carry, El resplandor, Desesperación, La cúpula, etcétera. Pero no debemos olvidar su faceta como cuentista, igualmente prolífica.
No se asocia la figura de Stephen King, el rey del terror, a la de otros cuentistas norteamericanos como Truman Capote, Ernest Hemingway, Raymond Carver o John Cheever, que tienen más prestigio literario. No obstante, rompo hoy una lanza a favor de Stephen King, a quien nadie podrá negarle la capacidad de estremecer al lector, sobre todo aquel que disfruta con las historias de terror y de misterio.
Se cuenta, e imagino que será verdad, que su mujer rescató del cubo de la basura las primeras páginas de un cuento de King. Ella le animó a seguir con el cuento y él le hizo caso. Pero el cuento se desvió hacia el género de la novela y dio sus frutos: Carry, su primera novela vendida. El resto es historia.
Stephen King escribió: «Inventamos horrores para ayudarnos a enfrentar los reales». E igual tiene razón.
A modo de ejemplo, os dejo uno de sus historias cortas, «Popsy», que puede darnos una idea del tipo de narrador que es Stephen King, un escritor que ama las emociones fuertes.
Popsy, un cuento de terror de Stephen King
Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial cuando vio al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto…, aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.
Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas más cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías.
Se apeó de la furgoneta y caminó hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito. Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no sólo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.
El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por satisfacción.
El niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de Pittsburgh, buscaba ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que algo andaba mal, buscaba a alguien que le formulara la pregunta adecuada.
«Aquí estoy yo –pensó Sheridan mientras se acercaba–. Aquí estoy yo.»
Cuando estaba a punto de alcanzar al niño, divisó a uno de los guardias del centro comercial. Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas principales. Tenía la mano metida en un bolsillo, sin duda buscaba un paquete de cigarrillos. Dentro de un momento saldría y al diablo con el golpe de Sheridan.
Sheridan retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que todavía llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y otra vez al niño. El pequeño se echó a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que parecían rosadas, empezaron a rodar por sus mejillas.
Al fin Sheridan decidió ir hacia donde el chiquillo estaba.
–¿Has perdido a tu padre?– preguntó Sheridan.
–Mi papito– repuso el niño mientras se secaba las lágrimas–. No lo encuentro.
De pronto el niño estalló en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de vaga preocupación.
La mujer siguió su camino. Sheridan rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y tiró de él hacia la derecha… en dirección a la furgoneta. A continuación echó otro vistazo al interior del centro comercial.
–Quiero a mi papito– Sollozó el pequeño.
–Claro que sí –lo consoló Sheridan. Y lo encontraremos.
Empezó a dirigirse a la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso instante.
Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta.
Llevó al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído color azul. Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al niño, quien lo miró con expresión de duda. Los ojos verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido, ojos tan grandes como los de un niño extraviado de una de esas fotos que anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos.
Sheridan salió del estacionamiento principal del centro comercial, se detuvo para comprobar que no venían coches. El niño estaba sentado en el borde del asiento, con las manos sobre las rodillas de los téjanos y los ojos completamente atentos.
–¿Por qué vamos por detrás? –quiso saber el niño.
–Hay que dar la vuelta para ir a las otras puertas –explicó Sheridan.
La expresión atormentada del pequeño se transformó en otra de sublime alivio, y por un instante, Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un monstruo ni un maniaco, por Dios. Pero las deudas iban aumentando un poco más cada vez. Y era la única forma que tenía para pagarlo.
Sheridan extrajo unas esposas de la guantera sin que el niño lo notara.
El chico se inclinó por un momento, Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas sobre la mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo, y entonces empezaron los problemas. El crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que Sheridan nunca habría dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel mismo instante.
Sheridan agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta y tiró de él hacia dentro. Intentó cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto al asiento del copiloto, pero falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta hacerle sangrar. Dios, tenía los dientes como cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que le ascendió por el brazo. Asestó al niño un puñetazo en la boca. El niño cayó sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan sobre los labios, la barbilla y el cuello de la camiseta. Sheridan cerró la esposa sobre la riostra y se hundió en su propio asiento mientras se succionaba la sangre de la mano.
El dolor era terrible. Se sacó la mano de la boca y observó las heridas a la mortecina luz del salpicadero. Distinguió dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de longitud, que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. La sangre brotaba en pequeños hilillos. Pese a todo no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso no tenía nada que ver con dañar la mercancía.
–Se arrepentirá –anunció el niño.
Sheridan miró en derredor con impaciencia.
–Mi papito es muy fuerte, señor. Me encontrará.
–Ajá –dijo Sheridan
–Puede olerme
Sheridan no lo dudaba. Él mismo podía oler al crío. El miedo despedía un olor con el que se había familiarizado en sus expediciones anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una mezcla de sudor, barro y ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba más convencido de que al niño le pasaba algo grave.
Siete kilómetros más adelante, Sheridan tomó un camino de tierra apisonada que rodeaba el lado norte de una laguna. Ocho kilómetros más adelante y hacia el oeste, tomaría la carretera 41.
Echó un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna… y de pronto la luna dejó de brillar. Desapareció.
Sobre la furgoneta se oyó un ruido parecido al que producen las sábanas al ondear al viento.
–¡Abuelito!– gritó el niño.
–Cierra el pico, es un pájaro.
Pero de pronto sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío tremendo. Miró al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los dientes. Tenía dientes blancos, muy blancos y grandes.
Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un gran golpe sordo.
–¡Papito! –volvió a gritar el pequeño, casi loco de alegría.
De pronto Sheridan dejó de ver la carretera… una enorme ala membranosa, sembrada de venas palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas.
–El abuelito sabe volar.
Sheridan lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera despedida del techo.
–¡Me ha raptado, abuelito!
De pronto, una mano, que parecía más una garra que una auténtica mano, atravesó el vidrio de la ventanilla y le arrebató dos dedos. Al cabo de un instante, el abuelito arrancó toda la portezuela de cuajo, convirtiendo las bisagras en brillantes virutas de metal inútil.
El abuelito sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le clavaron en la chaqueta, después en la camisa y a continuación, en lo más profundo de la carne de sus hombros. De repente los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la sangre.
–Hemos ido al centro comercial para comprar juguetes articulados –susurró el abuelito.
El aliento le olía a carne plagada de cresas.
–Todos los niños los quieren. Debería haberlo dejado en paz.
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