Hacía tiempo que el viejo gruñón Ion se había acomodado entre las paredes, impregnadas de moho de su taller, y de allí no le sacaban ni el generoso sol en verano, ni mucho menos, las tormentas otoñales. Vivía en su “cueva”, como él mismo llamaba con cariño a ese espacio, donde, apasionado, reparaba plumas estilográficas. Despreocupado de las noticias mundiales y de las desgracias locales, que conmovían aquella población de gentes obtusas, Ion se encerraba para darle vida a esas frágiles herramientas, con cuya ayuda se habían relatado historias lindas y dramáticas y se habían firmado papeles o cerrado tratos. Se las traían coleccionistas, periodistas, escritores y todo tipo de aficionados a la escritura y a la lectura –personas completamente diferentes de las que tenía a su alrededor. Su labor era tan delicada y de sacrificio, que requería toda su atención. “Ya soy muy mayor para meterme en la vida ajena, Crescencio”, guiñaba con el ojo al gallo, que picaba en el suelo. “¿Dicen que los gallos vivís como mucho diez años?”, él le acariciaba la cresta. “Vamos, ¡que te queda poco!”, exclamaba echándole granos de trigo en el plato. Proseguía una bronca porque el pobre Crescencio seguía picando en el suelo, en vez de en el plato. “¡No te enteras de que en el parqué no crece trigo!”. Enfadado como un niño, el viejo cascarrabias le daba la espalda y se sumergía en su trabajo, aislado del mundo…
Era un señor talmente raro, que los lugareños habían dejado de saludarle. Como no les correspondía a las invitaciones de las fiestas locales, ellos se alejaron de él dejándole en paz. Poco a poco, empezó a correr el rumor de que Ion hablaba solo, pero no como de costumbre hace la gente mayor, sino con las plumas estilográficas. Un día, en el taller entró un niño curioseando lo que escondían las estanterías repletas de cajas. “¿Qué guardas allí?”, preguntó impaciente y se limpió la nariz con la manga. El otro, en vez de inventar alguna respuesta rápida, soltó molesto: “¡Las almas iluminadas de las plumas estilográficas!”. Siguiendo el ejemplo de aquel mocoso, quien salió corriendo y difundió enseguida la noticia, los demás críos comenzaron a colgarse como arañas en las ventanas del taller haciéndole muecas al anciano. Incluso, alguien por la noche escribió con carbón en las paredes: “¡Atención! ¡Almas iluminadas!”, algo que llamó la atención del sacerdote, para echarle la bronca al dueño. Aquellas palabras de Ion, interpretadas de mala manera, llegaron al oído de los padres, y de allí al alcalde. Enterado de la anécdota, este, indignado, llamó al médico. Vamos, que todos a la vez se sacaron de la manga la conclusión de que no había sitio para un chiflado entre ellos. Encargado de comprobar la “locura por las almas iluminadas”, el médico se apresuró hacia su domicilio.
Era un día de lluvia fría, de aquellas cuya humedad te penetra en los huesos. Ion había cerrado con llave el taller y estaba tumbado en el cuarto de atrás. Solo una puerta separaba las dos habitaciones, donde las cajas cubiertas de polvo se veían sigilosas y abandonadas. En la semioscuridad de aquella tarde lluviosa, el viejo malhumorado no se movía bajo las mantas. Su frente ardía y su boca soltaba una tos aguda mezclada con suspiros. En la mesa de al lado, una elegante cajita alargada deslumbraba enigmáticamente, bajo la llama débil de la vela. El golpe en la puerta le hizo esforzarse para abrir los ojos. Sin ganas, contestó:
–¡Adelante!
En el umbral, primero se asomó el bombín, luego se vieron los guantes y, al final, la figura completa del médico. Nervioso, después de un rato de vacilación, dijo en voz baja:
–Vengo a medirle la temperatura. Sí, eso… La temperatura.
La mentira mal inventada fue demasiado transparente para el astuto Ion. “Es demasiado joven para comprender mis dolores”, pensó y habló flojo:
–¿Ves esta cajita? Aquí es donde guardo las almas iluminadas… ¡Ábrela!
El otro no se atrevía a cogerla: le impresionaron su fino estilo y elegancia únicos. Indeciso, la abrió, e inesperadamente de allí se cayó una suave pluma radiante. El enfermo dedujo su perplejidad. Un nuevo brote de tos le hizo apoyarse en la almohada. Hablaba lentamente.
–Es de Crescencio, antes de convertirse en el viejo gallo de ahora… –intentó sonreír–. Cuando hace años salió del huevo y lo cogí en mis manos, entendí enseguida que iba a ser mi fiel amigo hasta al final de mis días. Guardé una de sus primeras plumas, en memoria de mi tatarabuelo, quien escribía las leyendas locales con una pluma, y….
La tos no le dejó acabar la frase. El médico le trajo un vaso de agua. Contemplaba la pluma caída, que parecía una luciérnaga a sus pies, mientras tanto, una pregunta estúpida le atormentaba. “Entonces, ¿es Crescencio el guardaalmas?”.
Después, le midió la temperatura y se fue tranquilo, comunicando a los vecinos que deberían apartarse del gallo, y no de su dueño.
Plumas estilográficas recomendadas
Rossi VAS, cuyo verdadero nombre es Rositsa Vasileva (18/4/1973, provincia de Pleven, Bulgaria), pertenece a la generación de los artistas modernos después de la caída del Muro de Berlín, cosa que afecta a los temas de algunas de sus obras. Escribe novelas dramáticas con elementos de fantasía, relatos cortos y poemas con rima interna. Ha editado varios libros, en búlgaro, español e inglés, entre los cuales destacan “Fabrizio Belli” y “Cenizas de espinas”. Llevando sus narraciones a un final dramático o inesperado, la autora proclama sus mensajes a través de la eterna lucha entre el Bien y el Mal, en defensa de los débiles y la belleza en el mundo. Tiene un Máster en Lingüística Aplicada (1991-1996), de la Universidad Pública de Veliko Tarnovo (Bulgaria). Su carácter aventurero e ímpetu le han llevado a buscar una vida dinámica, viajando por el sur de Europa. Le entusiasman el teatro y las bellas artes. Es periodista de la Federación Internacional de Periodistas (IFJ por sus siglas en inglés), y traductora a su lengua materna, de obras en varios idiomas: francés, italiano, castellano y catalán. Publica en revistas literarias, almanaques y web de literatura en su país de origen, en España, los EE.UU., Ucrania, etc
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