Las historias del Miami Beach Hotel

En los últimos tiempos el escritor Pedro Menchén se ha consagrado a dar salida, en la editorial Sapere Aude, a muchos de los textos que había ido redactando con el paso de los años. Uno de esos títulos, de reciente publicación (octubre de 2019) es Horrores cotidianos en el Miami Beach Hotel, un tomo de más de 550 páginas en las que repasa algunas de las peripecias vividas cuando trabajaba como conserje en dicho hotel.

En este libro Menchén nos deja su visión laboral y humana de un hotel de Benidorm, frecuentado por españoles y sobre todo por británicos, donde siempre falla algo, pero donde, por otra parte, siempre hay algo que compensa las dificultades.

Los capítulos, todos ellos titulados, se leen a modo de relatos cortos, y uno de los que más me han gustado es “Espero que puedas perdonarme” (pp. 129-137), que podéis leer a continuación.

ESPERO QUE PUEDAS PERDONARME

Por Pedro Menchén

(Del libro Horrores cotidianos en el Miami Beach Hotel, Sapere Aude, Oviedo, 2019.)

7 de junio de 2013, viernes.

Hoy es el día libre de Kattie y también el de Rosemarie, lo que me hace sospechar que no ha sido casual… Últimamente las veo hablar mucho entre ellas y creo que empiezan a ser amigas. Sin duda, Kattie intenta ganarse la confianza de Rosemarie y ponerla de su parte. De momento, no creo que intente malquistarme con ella. Noto que cada día Rosemarie me aprecia más. Diría incluso que me tiene cierto cariño y que le gusta mi compañía. Ambos nos coordinamos muy bien en el trabajo y formamos un buen equipo. Hablamos constantemente, no sólo de trabajo, sino de asuntos personales. Kattie se da cuenta de ello y, sin duda, debe de estar celosa. Me destruiría si pudiera, pero sabe que Rosemarie es una persona honesta y no se atreve a atacarme o a criticarme directamente porque fracasaría, así que debe de estar ideando alguna forma indirecta de perjudicarme. Por mi parte, la ignoro rotundamente. Jamás la critico o hablo mal de ella, delante de Rosemarie o de cualquier otra persona del hotel. Y eso es precisamente lo que más le fastidia a Kattie: que no tiene por dónde cogerme, ya que no le doy ningún motivo para meterse conmigo. Adivino que ha planeado una comida o una cena con Rosemarie para ahondar en su relación con ella y llevarla poco a poco a su terreno. Lo que no sabe es que pierde el tiempo porque Rosemarie puede ser bondadosa, pero no estúpida ni manejable.

Julián, el jefe de bar, detiene en la puerta de la piscina a un tipo que pretende sacar dos botellas de cerveza y le dice que las vacíe en dos vasos de plástico. El tipo así lo hace, pero los vasos son muy pequeños y las botellas todavía están medio llenas, así que, cuando cree que Julián no le ve, saca las dos botellas a la piscina, junto con los vasos. Lo que el tipo no sabe es que le he visto yo. Casi a continuación, sale otro tipo detrás de él con otras dos botellas de cerveza. Les digo a ambos que regresen, que no se puede sacar vidrio a la piscina, pero no me oyen o no me hacen caso. Irritado, abandono la recepción y salgo a la piscina, detrás de ellos. «¡Excuse me, excuse me!», les grito, pero siguen ignorándome. El primer tipo se reúne con varios amigos suyos al otro lado de la piscina y deja las botellas al borde del agua, entonces llego yo y se las quito. Al volverme, me encuentro de frente con el segundo tipo y le arrebato también las dos botellas que lleva en las manos, sin que oponga resistencia. La gente que me observa se ríe, aplaude, murmura, aprueba o censura mi comportamiento (no estoy muy seguro de ello). De pronto me doy cuenta de que soy el centro de todas las miradas y de que estoy dando un pequeño espectáculo. Un tanto aturdido, vuelvo al interior del hotel, dejo las cuatro botellas de cervezas en el bar y regreso a la recepción. Parapetado detrás del mostrador, doy un suspiro de alivio. Creo que hice lo correcto, pero tengo la sensación de haber sobreactuado. ¿Qué necesidad tenía yo…?, me digo. Ese es un asunto de los camareros. Además, no debería haber abandonado la recepción.

Pedro Menchén
Pedro Menchén

Un chico que se aloja en la 503 (no el que ayer perdió la cartera, sino su compañero) dice que anoche le robaron 100 euros en la habitación. Me horroriza oír hablar de robos. En tales casos, hay que obrar con gran tacto y delicadeza para que la víctima no descargue toda su rabia y su frustración contra el recepcionista, lo que ocurre muy a menudo. Aun así, prescindo del tacto con este chico alto y fuerte, de veintitantos años, ya que no es una viejecita desamparada. Le pregunto por qué demonios dejó dinero en la habitación y no alquiló una caja fuerte. El tipo me mira desconcertado. No sabe qué decir. «Voy a llamar ahora mismo a la policía», le digo (es lo primero que hay que hacer: llamar a la policía, según Rosemarie). El chico me mira alarmado. «¡No, no hace falta que llame a la policía! Yo sólo he venido a… Yo sólo quería… o sea, informar de lo que me ha pasado. Nada más». «De acuerdo. Gracias. Pero voy a llamar a la policía», insisto. «¡No, no! No quiero hacer ninguna denuncia. Yo sólo quiero… o sea, informar a la recepción de que… de lo que me ha pasado. Eso es todo». «De acuerdo», digo colgando el teléfono. Tampoco a mí me agrada llamar a la policía. «Lo siento», le digo. «Siento que te robaran esos 100 euros, pero no hay que dejar dinero en la habitación. Deberías haber contratado una caja fuerte. ¿Estás seguro de que no gastaste el dinero? Quizá lo tienes en algún bolsillo…» El chico asiente, como diciendo: «Bueno, no sé… pudiera ser». Me da las gracias y se marcha. «Al menos, no podrá acusarme de no haber actuado con diligencia», pienso. «¡Pero qué extraño modo de reaccionar cuando le dije que iba a llamar a la policía! Quizá tiene alguna causa pendiente con la justicia o algo así y no quiere meterse en líos. Quién sabe. ¡100 euros! ¡Joder, vete a saber lo que habrá pasado con esos 100 euros!»

La Sra. Simpson, de la 214, dice que quiere cambiarse de hotel, aunque no sabe exactamente adónde ir. Le he dicho que hable mañana con la duty manager.

La Sra. Blanch, de la 212, viene a la recepción acompañada por otra mujer británica que no es del hotel, pequeña, regordeta, de ojos azules, con la piel quemada por el sol. Está alojada en el Bahamas, un hotel de la misma cadena, por lo que puede usar aquí su tarjeta de todo incluido. «Es negro, de tamaño mediano», me dice la señora del Bahamas. «¿A qué se refiere?», pregunto. «A un bolso que le han robado», dice la Sra. Blanch. «Lo tenía conmigo y de pronto y ya no lo tengo. Ha desaparecido», dice con desolación la señora del Bahamas, que parece un poco bebida. «Den una vuelta por los lugares donde han estado anteriormente a ver si lo dejaron allí», les digo. «Miren bien en todas partes. Quizá lo olvidaron debajo de la mesa donde se sentaron o algo así». «Ya lo ha hecho», me dice la Sra. Blanch. «Ha mirado en todas partes, pero no lo encuentra». No obstante, vuelven a intentarlo de nuevo. Pero el bolso sigue sin aparecer y su propietaria regresa sola a la recepción al cabo de un rato. La señora Blanch, por lo visto, no la conocía de nada. Tan solo estuvo ayudándola a buscar el bolso, pero ahora ha regresado a la piscina con su esposo y la ha dejado sola. Lo siento mucho, le digo a la mujer regordeta de ojos azules. Si alguien me lo entrega, ya avisaré a su amiga. ¿Tenía cosas de valor en el bolso? ¿Tarjetas, dinero, pasaportes? La mujer me mira fijamente y, de pronto, se pone a llorar como un niño. Ah, comprendo, entonces eran cosas de valor sentimental, ¿verdad? Pero ella no responde. No se aparta de la recepción. Se apoya en el mostrador como si fuera la barra de un bar. Pero yo tengo cosas que hacer, así que la ignoro durante un momento. «¡Otro robo!», pienso horrorizado. Y entonces oigo a la mujer gritar insultos y maldiciones contra España y los españoles. Pero ¿qué le hace pensar que son españoles los que le han robado el bolso? En este hotel hay ahora mismo unos 200 británicos y sólo 40 españoles. ¿Por qué no ha podido robarle el bolso un británico? Además, esta mujer está borracha. No hay duda de que está borracha. No sabe lo que dice. Así que no voy a prestarle atención. No, no quiero oír ni una palabra. Durante un rato la mujer sigue ahí, con los brazos apoyados en el mostrador, farfullando palabras incomprensibles, murmurando maldiciones en voz baja y, a veces, también dormitando, mientras yo sigo ocupado en mis cosas. Entonces llegan unos jóvenes holandeses y me entregan un bolso. ¡Un bolso negro, de tamaño mediano! «¡Ah, sí, claro, es el bolso de la señora!», exclamo con alegría. «¡Lleva buscándolo un buen rato! ¡Muchas gracias!» «Estaba en el baño de señoras», me dice la chica holandesa. «¡Gracias, muchas gracias!» Se lo entrego a la señora del Bahamas y ella me mira boquiabierta, incrédula. «Estaba en el baño. Lo olvidó allí y esta chica lo acaba de encontrar», le digo. Los jóvenes holandeses se van y la señora de los ojos azules me mira con una rara intensidad. ¿Qué pasa ahora? Debería estar contenta y no dice nada. Sus ojos adquieren de pronto una expresión de horror. Ah, ya. Se siente abochornada al recordar todos los insultos que vertió contra España y los españoles. No sabe qué decir, cómo disculparse. Le digo que no se preocupe, que la entiendo, estaba muy nerviosa… ¿Quiere tomar algo? ¿Una taza de té? ¿Un poco de whisky? No, mejor una taza de café, dice ella. OK. Salgo de la recepción para ir al bar a por la taza de café y, al cruzarme con ella, se abraza a mí y se pone a llorar. Llora absolutamente desconsolada. Lo siento, lo siento mucho, me dice. Me he comportado como una estúpida. Espero que puedas perdonarme. Naturalmente, le digo, acariciando sus brazos rollizos, quemados por el sol. No se preocupe. Siéntese en el sofá. Voy a por la taza de café.

18:30 Diego, el mozo, me entrega un teléfono móvil que acaba de encontrar en la piscina. Es un modelo antiguo, por lo que deduzco que debe de pertenecer a una persona mayor.

Hablo con la directora sobre el asunto de los interruptores. Dice que ya los han puesto en muchas habitaciones, aunque faltan todavía en algunas, entre ellas la 304. En un par de días cree que los técnicos los habrán puesto también ahí, pero eso significa que tendrán que picar y hacer obra, lo que podría ocasionar ciertas molestias. A continuación, me pide algunos datos sobre la habitación 419. Quiere saber qué días estuvo desocupada antes de la inundación y después de que se fueran los Pickering. Van a intentar pasarle al seguro los gastos, por lo que deduzco que éstos al final no pagaron.

La Sra. Blanch, de la 212, me dice que ha perdido su móvil. Es casualmente el mismo que me entregó Diego hace un rato. Se pone muy contenta cuando se lo doy. «Hoy lo encontramos todo», le digo. «Su amiga también encontró el bolso».

La Sra. Sylvester viene a que le cure una herida que se ha hecho en un dedo. Tiene un corte muy profundo, aunque no sangra. ¡Dios mío! ¿Con qué se lo habrá hecho? Vierto sobre la herida un poco de Betadine y le digo que no se la toque, que la deje así para que se seque, aunque la verdad es que no tengo tiritas y no puedo hacer mucho más. La señora Sylvester se comporta como un niño pequeño, haciendo pucheros y evitando mirar hacia la herida mientras se la curo. Después de cenar, vuelve para que se la cure de nuevo y me pide que se la tape con una tirita. Como no tengo tiritas, ni tampoco gasas, tapo la herida con un trozo de venda. Un cliente que pasa en ese momento por la recepción, al ver mis apuros, se saca una tirita de un bolsillo y se la entrega a la señora Sylvester. Le digo que se la guarde para mañana, que hoy siga ya con la venda.

Casi nunca hay tiritas en la recepción. De vez en cuando, traen algunas, pero se agotan enseguida. Recuerdo que el año pasado un cliente español me pidió el Libro de Reclamaciones por no tener tiritas. Rosemarie dice, sin embargo, que el botiquín es sólo para uso de los trabajadores y que no estamos obligados a tener tiritas. Pero ¿cómo decirle eso a un cliente que se acaba de hacer un pequeño corte y que se presenta aquí con el dedo sangrando?

Uno de los chicos a los que arrebaté las botellas de cerveza junto a la piscina ha venido a pedirme disculpas. No sé cuál de los dos chicos. En cualquier caso, ha sido un gesto encantador por su parte. Pensaba que estaría enfadado conmigo, pero es justo todo lo contrario. Reconoce que estaba equivocado y que no debió sacar botellas de cristal a la piscina.

La señora Dolan me entrega una gran caja con chucherías traída desde Escocia sólo para mí («no para compartir con los demás recepcionistas»). Contiene caramelos, gominolas, chicles y cosas así. No sé exactamente qué. Algo dulce y pegajoso. Algo que enloquece a los niños. «Se que te gustan los dulces», me dice. No, no me gustan en absoluto, pero no puedo decírselo para no desilusionarla. Me gustan las galletas, los scons y la pastelería británica en general (que considero la mejor del mundo), pero no los dulces. Y si me gusta la pastelería británica es precisamente porque no es tan dulce ni tan empalagosa como la española, la francesa o incluso la norteamericana, tan saturadas de cremas, natas, merengues y todo ese tipo de porquerías viscosas que se te deshacen entre los dedos. La pastelería británica, por el contrario, es sólida y compacta, con muchas semillas, frutas pasas, harina integral y ese tipo de cosas, tan nutritiva que con un par de galletas, un scon o un trozo de pastel ya no tienes hambre el resto del día. De todas formas, acepto encantado el regalo de la Sra. Dolan y le doy las gracias. A Vasile sí que le encantan los dulces.

La señora Dolan se despide de mí hasta noviembre (mañana estará aún aquí, pero yo no la veré porque es mi día libre). Se siente preocupada porque ha oído rumores sobre la reforma del hotel y teme que para entonces esté cerrado. Le digo que cerrará, seguramente, a finales de noviembre, pero como ella ha hecho su reserva para primeros de noviembre, es muy probable que todavía entonces el hotel esté abierto.

Las Liggett son 8 chicas repartidas en 3 habitaciones. Llegan poco antes de la medianoche. Celebran una despedida de soltera y una de ellas, la futura novia (en realidad la única Liggett), lleva una pequeña corona en la cabeza con un velo blanco. Empiezo a escanear los pasaportes y al llegar a la última habitación se arma un tremendo lío. Esta habitación es de tres personas y me han entregado sólo dos pasaportes. Reclamo el tercero, pero ellas dicen que ya me lo han dado. No, sólo me habéis dado dos. ¿Dónde está el otro? Lo tienes tú, te lo hemos dado, dicen ellas. No, no es verdad. Os pedí tres pasaportes y me disteis dos. Eso es todo. Mira entre tus papeles, me dicen. No tengo que mirar nada porque estoy seguro de que me habéis dado sólo dos pasaportes. Escaneé los de las otras habitaciones y los devolví. Ahora os pido tres y me dais dos. Falta un pasaporte. Eso todo. No obstante, ellas repiten, obstinadas, que me han dado los tres pasaportes. No, repito yo con la misma obstinación, sólo me habéis dado dos. Es una discusión absurda, estúpida. Una de las chicas, la más alta y fuerte (tan alta y tan fuerte que casi parece un transexual más que una verdadera chica) desconfía claramente de mí y quiere que miremos las cámaras. ¡Por favor! ¡Yo no puedo mirar las cámaras! Las cámaras las controlan en la Central. ¡Os he pedido tres pasaportes y me habéis entregado dos! Los tengo aún en mi mano. ¿Dónde está el otro? Al final, empiezan a dudar de sí mismas. Chequean uno a uno todos los pasaportes que les he devuelto. Entonces una de las chicas corre hacia las maletas y vuelve con el pasaporte que falta. ¡Menos mal! Me piden disculpas enseguida, algunas de ellas un tanto avergonzadas. Son buenas chicas y hasta me caen bien, pero me duele que hayan desconfiado de mí. La chica que quería que miráramos las cámaras me pide perdón de un modo mucho más expresivo que las otras, pronunciando mi nombre, en lo que pretende ser un gesto particular de deferencia.

Admiro la rapidez y el modo, sincero y sencillo, con que los británicos saben disculparse cuando se equivocan, por contraste con los españoles, a los que les cuesta tanto reconocer sus errores y disculparse. Y es que el perdón (pedir perdón, pero también saber perdonar), es una regla de oro del comportamiento cívico británico. Pedir perdón cuando uno se equivoca, con prontitud y sin titubeos, pero también saber perdonar con generosidad, sin ensañamientos ni rencores, para no ahondar más en la herida ni humillar a la persona que cometió el error. Humildad y sinceridad en la demanda de perdón; magnanimidad y generosidad en la concesión del perdón, he aquí una regla básica de la convivencia humana. No hay nadie perfecto. Todos nos equivocamos. Por tanto, si queremos convivir en paz, debemos perdonarnos los unos a los otros constantemente. Eso lo han entendido muy bien los británicos. De ahí que tengan un sistema cívico tan maravilloso, que aporta armonía, paz y felicidad a sus ciudadanos. Los pueblos que no entienden eso; los pueblos que no practican el perdón, acaban sembrando de odio y de rencor la convivencia humana y el resultado de todo ello es el terror, la violencia y, en definitiva, la infelicidad de los ciudadanos.

Pascual ya está aquí y ha tomado los mandos. El lío con los pasaportes me ha desquiciado un poco y estoy deseando salir a la calle y que me dé el aire fresco de la noche. Además, mañana es mi día libre, por lo que las perspectivas son muy agradables. Por hoy ya está bien, me digo. Qué locura. Cuántas cosas han ocurrido hoy. Lo de la señora del Bahamas fue tremendo. ¡Y encima tuve que consolarla cuando se puso a llorar, avergonzada por todo lo que había dicho de los españoles! Tres veces me han pedido hoy perdón. Aquella pobre mujer me pareció muy patética. Yo creo que se sentía muy sola. Pues la señora de la 212 no la conocía de nada. Por eso se emborrachó. Y el chico al que le arrebaté las botellas… Casi me emocioné cuando me pidió perdón. Y yo que pensaba que estaría enfadado conmigo por haberle quitado las cervezas. Vale, ya está bien por hoy.

Con la mochila colgada a mi espalda y la chaqueta debajo del brazo, me dirijo a la salida. Estoy llegando a la puerta, atravieso ya la puerta, cuando oigo que me llama Pascual. Quiere que le eche un vistazo a uno de los ascensores. Parece que hay algo ahí… Sí, efectivamente, han roto un vaso. Está encharcado de un líquido amarillento y todo cubierto de cristales. ¡Joder! ¡Qué asco! ¿Y ahora qué? ¿Quién limpia eso? La camarera de guardia se marchó hace más de una hora. Los camareros están muy ocupados en el bar y Pascual… Eso es cosa suya, me digo, pero… Sí, ya sé. Le resulta muy duro salir de la recepción y exponer su cojera a la vista de los demás… El pobre chico no acaba de aceptar con naturalidad esa pequeña minusvalía. Pues debería hacerlo. Nadie es perfecto. Todos tenemos algún defecto físico o moral. El suyo es que una de sus piernas es un poco más larga que la otra, por lo que cojea ligeramente, lo cual ha hecho de él una persona un tanto tímida y apocada. JR, que era vecino suyo y amigo de su padre, le ofreció el empleo de conserje de noche cuando tenía veintipocos años y hoy, diez o doce años después, es el hombre más valorado de la empresa en el turno de noche. Cuando alguien de otro hotel tiene una duda y no sabe cómo resolver un problema, siempre le consulta a él. La gente suele decir: «Pascual lo sabe», «Pascual tiene la solución» o «Pascual te dirá lo que hay que hacer». Poco después de entrar a trabajar en el Miami Beach, Pascual inició una relación sentimental con una chica ecuatoriana que trabajaba en la limpieza, divorciada y madre de un niño. Otras limpiadoras españolas, compañeras de la ecuatoriana, creyeron que iba con él por interés y le advirtieron que no iban a permitir que, después de casarse y conseguir los papeles, le dejara tirado, pero fue innecesaria la advertencia, ya que la chica ecuatoriana lo quería sinceramente y hoy son una pareja muy feliz. Pascual tiene exactamente el mismo problema que JR con el inglés: entiende lo suficiente de ese idioma para hacer su trabajo, pero ni lo habla ni quiere aprender más de lo estrictamente necesario.

Así que tendré que limpiar yo los cristales y el líquido derramado en el ascensor, me digo. Ni siquiera sé cómo voy a hacerlo. En primer lugar, tendré que bloquear la puerta del ascensor, con la papelera o algo así, para que no se cierre y nadie lo utilice. Dejo mi chaqueta sobre un scooter que hay cerca de la entrada, y, sin quitarme la mochila de la espalda, voy al bar a por el recogedor y la escoba. La gente se aglomera en torno a los ascensores e incluso entra una pareja en el ascensor que acabo de bloquear. Por favor, digo con desaliento, ¿no ven que el suelo está lleno de cristales? ¡Tengo que limpiarlos!

El Sr. Aiken, un cliente habitual, que está al lado del Sr. Cano, otro cliente habitual, intenta conversar con él mientras recojo los cristales, pero éste último le responde con un tono altanero: «Yo sólo hablo español», y ahí acaba toda la conversación. Entre españoles y británicos es imposible la comunicación ya que ninguno habla el idioma del otro. Por fin acabo de recoger los cristales y llevo al bar el recogedor. A continuación, vuelvo con un mocho y una fregona. No es tarea fácil absorber y secar todo el líquido vertido, pero al final casi lo consigo. Ya está. Quito la papelera para desbloquear el ascensor. La gente se lanza en avalancha, deseosa de ocuparlo. «Por favor, tengan cuidado», advierto en español y en inglés. «El suelo está mojado». Llevo la fregona al bar y, por fin, ahora sí, tomo la chaqueta que dejé sobre el scooter y salgo a la calle.

¡Qué bien!, me digo, después de tomar la primera bocanada de aire fresco. ¡Al fin libre, libre de obligaciones hasta pasado mañana! La calle está a rebosar de gente. Los bares y terrazas a tope. Veo por aquí y por allá personas disfrazadas como en un carnaval. Sonidos diversos retumban por todas partes. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué se celebra? ¡Nada! ¡Simplemente estoy en la Zona Guiri de Benidorm! ¡Esto es Benidorm! ¡Así es Benidorm, por la noche, en la Zona Guiri! Me abro paso, como puedo, entre prostitutas, mendigos, borrachos, carteristas, proxenetas y, por supuesto, turistas, muchos turistas, la mayoría de ellos británicos. Pasan junto a mí bandadas de jóvenes riendo, gritando, cantando. Se dirigen hacia el fondo de la calle, donde están los pubs y discotecas. Para todos ellos empieza ahora mismo la gran noche de sus vidas. ¡Carpe diem! ¡Bendita juventud y benditos turistas!

Hab. ocupadas: 111 / Hab. libres: 9 / Total clientes: 252 (46 españoles, 204 británicos y 2 holandeses) / Niños: 14 (7 españoles y 7 británicos).

Pedro Menchén

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