La vida de Mario Benedetti es la vida de un escritor militante. Por defender sus ideas en favor de los pobres, de los trabajadores explotados, de los empleados a quienes se les obligaba de elegir políticos de derechas, debió exiliarse el año 1973, cuando Uruguay cayó en mano de los militares. Deambuló diez años por Argentina, Perú, Cuba y España. Se radicó un par de veces en la isla de Fidel. Este lo distinguió como su amigo y lo condecoró con la medalla de la Revolución.
Mario Benedetti fue un escritor tremendamente productivo. Hizo cuentos, novelas, poesía y obras de teatro. Comenzó con las letras como cronista del semanario Marcha. También fundó una publicación llamada Marginalia. Pertenece junto a Juan Carlos Onetti a la llamada Generación del 45. Mario nació el año 1920 en una pequeña localidad conocida como El Paso de los Toros. Por motivos de trabajo de su padre, Brenno Benedetti, la familia se trasladó a Tacuarembó y luego a Montevideo. Su madre también era de origen italiano. Se llamaba Matilde Farugia. Cuando Mario nació, le pusieron cinco nombres: Mario Orlando Hamlet Hardy y Brenno.
Los estudios de Benedetti no fueron regulares debido a la escasez de recursos de su padre. Él mismo debió abandonar la enseñanza para trabajar y contribuir a la mantención del hogar. Esta suerte atemperó su carácter y lo acercó al proletariado. Sin embargo, nunca fue un escritor panfletario; siempre privilegió la literatura como expresión para sus ideas.
Estuvo casado toda la vida con Luz López Alegre. En 1983, cuando logra regresar del exilio a Uruguay, funda la revista Brecha para sustituir a Marcha, que había sido cerrada por los golpistas. Mario Benedetti es una de las plumas más brillantes de Hispanoamérica. Es autor entre otras obras de La Tregua, El cumpleaños de Juan Angel, Andamios y La borra de café. Falleció en Montevideo, el 17 de mayo del año 2009. El cantautor catalán Joan Manuel Serrat se inspiró en sus poemas y cuentos para crear el álbum El sur también existe.

Las mudanzas (relato corto de Mario Benedetti)
Mi familia siempre se estaba mudando. Al menos, desde que tengo memoria. No obstante, quiero aclarar que las mudanzas no se debían a desalojos por falta de pago, sino a otros motivos, quizá más absurdos, pero menos vergonzantes. Confieso que para mí ese renovado trajín de abrir y cerrar cajones, baúles, grandes cajas, maletas, significaba una diversión. Todo volvía a acomodarse en los armarios, en los estantes, en los placards*, en las gavetas*, aunque buena parte de las cosas (no siempre las mismas) permanecían en los cofres y baúles.
La nueva casa (nunca éramos propietarios sino inquilinos) adquiría en pocos días el aspecto de morada casi definitiva, o por lo menos, de albergue estable, y pienso que eso era lo que mis padres sinceramente creían, pero antes de que transcurriera un año, mi madre y/o mi padre, nunca ambos a la vez, empezaban a sembrar comentarios (al comienzo sutiles, pero luego cada vez más explícitos) que en el fondo eran propuestas de un nuevo cambio. Por lo general, las razones invocadas por mi padre eran la falta de sol, la humedad de las paredes, los corredores muy angostos, el alboroto exterior, los vecinos que fisgoneaban, etcétera. Las aducidas por mi madre eran más variadas, pero normalmente figuraban en la nómina motivos como exceso de sol, sequedad en el ambiente, espacios interiores demasiado amplios, incomunicación con los vecinos, calles sin movimiento, etcétera. Por otra parte, a mi padre le gustaba la tranquilidad de los barrios periféricos, en tanto que mi madre prefería la agitación del Centro.




No teman. No les voy a contar toda la historia de mis casas, sino a partir de aquellas en que me pasaron cosas importantes (o, como dijo el poeta, en un arranque de genial cursilería, “cosas chicas para el mundo / pero grandes para mí”). Nací en una casa (planta alta) de Justicia y Nueva Palmira, en la cual, como excepción, vivimos tres años. Tengo pocos recuerdos, salvo que había una claraboya* particularmente ruidosa cuando se la abría o cerraba, algo que no acontecía con frecuencia ya que la manija*, situada en la pared del patio, era durísima y sólo podía funcionar mediante el esfuerzo manco-munado de dos personas suficientemente robustas. Además, los días de lluvia la dichosa manija propinaba unas terribles patadas de corriente eléctrica, de modo que aquella claraboya sólo podía abrirse o cerrarse en tiempo seco.
Luego, sin abandonar el barrio, nos trasladamos a Inca y Lima. Allí lo más recordable era el inodoro, pues cuando alguien tiraba de la cadena, el agua, en lugar de cumplir su función higiénica en el guater, salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes. Después nos fuimos a Joaquín Requena y Miguelete, donde había más ruido callejero pero el inodoro funcionaba bien y no era imprescindible hacer las necesidades con impermeable y sombrero. De esa casa, bastante más modesta que las anteriores, sólo merece ser evocada una vitrola*, en la que mi madre, cuando mi padre estaba ausente, ponía un disco con clases de gimnasia que siempre arrancaba con una voz muy castiza: “¡Atención! ¡Lisssssto! ¡Empeceeemos!”.
Y mi madre, obediente, empezaba. Yo, que ya andaba por los cinco y medio, la admiraba mucho cuando se tendía en el suelo y levantaba las piernas o se ponía en cuclillas y estiraba los brazos, ocasiones en que solía desmoronarse hacia un costado, pero yo creía que eso también era ordenado por el gallego del disco. (Debo aclarar que sólo pude identificar el acento de aquel animador muchos años después, concretamente una tarde en que hallé aquella reliquia de 78 rpm en un baúl y la volví a escuchar en un tocadiscos.) De todas maneras, la aplaudía con ganas, y ella, cuando terminaba la lección oral, en reconocimiento a mi comprensión y estímulo, me alzaba en brazos y me daba un beso, más sonoro, pero menos agradable que otros ósculos maternales, ya que, como era previsible después de tanta calistenia*, estaba espantosamente sudada.
La siguiente vivienda (más modesta aún) estaba en Hocquart y Juan Paullier. Quedaba a sólo cuatro cuadras de la anterior, de modo que no fue fácil conseguir un camión que aceptara encargarse de una mudanza de tan corto recorrido, algo, que, a mi padre, con toda razón, le parecía absurdo, ya que las faenas de carga y descarga eran las mismas que si la distancia fuera de quince kilómetros. Por fin apareció un camionero que, gracias a una buena propina, se avino a un desplazamiento tan poco tradicional, pero su malhumor y el de sus dos colaboradores fue tan notorio, que a nadie le sorprendió que un ropero perdiera todas sus patas menos una, y un espejo se escindiera en dos lunas: una menguante y otra creciente.
En el nuevo domicilio estábamos un poco apretados y casi siempre comíamos en la cocina. Lo mejor de la casa era la azotea, que virtualmente se comunicaba con la del vecino, y donde había un perro enorme, que a mí me parecía feroz y que se convirtió en mi primer enemigo. Para peor, las pocas veces que yo subía, el pobre animal gruñía casi por compromiso, pero no bien advertí que estaba sujeto con una cadena, yo también, en el primer signo de cobardía de que tengo memoria, decidí gruñirle, y aunque mi alarde resultaba apenas una caricatura, debo admitir que no contribuyó a que mejoraran nuestras ya deterioradas relaciones.
Hubo más casas en aquellos tiempos. Siempre por los mismos barrios: Nicaragua y Cufré, Constitución y Goes, Porongos y Pedernal. A esas alturas, los cambios de domicilio ya obedecían a una obsesión corporativa*. Las mudanzas habían pasado de la categoría de pesadilla a la de ensueño. Cada vez que una nueva vivienda aparecía en el horizonte, pasaba a ser, con sus luces y sus sombras, una utopía, y cuando por fin traspasábamos el nuevo umbral, aquello era como entrar en el Elíseo*. Por supuesto, la fase celestial caducaba muy pronto, verbigracia cuando un trozo del cielo raso caía sobre nuestros cappelleti alla carusso* o una disciplinada vanguardia de cucarachas invadía la cocina a paso redoblado en medio de los histéricos alaridos de mi madre. Sin embargo, el hecho de que un mito se desvaneciera en la niebla de nuestras frustraciones, no impedía que todos empezáramos a colaborar en un nuevo borrador de utopía.
Glosario del texto
Placard: galicismo del español de Uruguay, armario mueble.
Gaveta: italianismo. Cajón corredizo o mueble de cajones.
Claraboya: galicismo, ventana abierta en el techo o en la parte alta de las paredes.
Manija: palanca pequeña para accionar el pestillo de puertas y ventanas, que sirve también de tirador. En el fútbol se usa la palabra manija para referirse al jugador de lleva los hilos del equipo.
Vitrola: gramófono, tocadiscos primitivo. La mención de este reproductor de sonidos y música nos sitúa en los años 20-30, cuando se popularizan en Uruguay. Su nombre viene de la marca RCA Víctor, en los EE. U.UU., fabricante de los aparatos.
Calistenia: anglicismo, conjunto de ejercicios que conducen al desarrollo de la agilidad y fuerza física.
Obsesión corporativa: es una expresión metafórica para referirse a los tres miembros de la familia, y la obsesión sería la mezcla de deseo e inquietud que ninguno de ellos podía apartar de la mente, es decir, la idea fija de que, habitando una casa, pronto se trasladarían a la siguiente.
Elíseo: también denominado, “Campos Elíseos”, lugar placentero de la mitología donde, según los gentiles, iban a parar las almas de los que merecían este premio.
Cappelleti alla carusso: plato de pasta rellena con una salsa, de origen italiano, muy comunes en la cocina uruguaya. La alusión a este plato hace pensar en la intensa inmigración italiana tanto en Argentina como en Uruguay.
***
Máximas de Mario Benedetti
1.- Vestirse es esquivar el baño matinal
2.- Sentirse vestido es acabar de despertarse
3.-La sangre conserva el sonido y el olor de anteayer
4.- Acomodar la manteca sobre la rebanada de pan es algo, simplemente, creador
5.- Uno lleva en las manos en color del día
6.- El contador es el que consigue mujeres; el periodista las noticias
7.- Resultaba inaudito que el contador consiguiera noticias, pero no así el periodista a las mujeres
8.- La cruz de Cristo estaba erguida y apuntando al cielo, la de la señora el autobús estaba echada sobre un lecho de grasa y colonia.
9.- En el autobús, la muchacha de adelante tiene piernas bonitas, bien torneadas y algo de timidez en las caderas
10.- Celeste tiene mejores piernas y no tiene caderas tímidas
11.- Si ella era hipócrita, la hipocresía era su sinceridad, no obstante el creía que su sinceridad era hipocresía
12.- Hasta ese momento no la había besado nunca, antes debía educarla para el beso.
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