Los zapatos de Knut Hamsun pisan Madrid

Un día majo (este viernes, 25 de mayo), una ciudad maja (Madrid), una zona maja (c/ Galileo, 52. Hay tres bocas de metro cercanas: San Bernardo, Moncloa, Argüelles, Quevedo), una librería maja (Centro de Arte Moderno; tienen incluso un Museo del Escritor), una editorial maja (De la Luna Libros), un género majo (el relato corto), una presentadora maja (la periodista y poeta Gloria Díez), un título majo (“Los zapatos de Knut Hamsun”) y un autor no tan majo. 🙂

¿Te lo vas a perder? Os esperamos. :–)

Para romper el hielo, os dejo el inicio del relato que da título al libro.

 

LOS ZAPATOS DE KNUT HAMSUN (fragmento) 

Nuevamente había ido para sentarme a un cementerio y había escrito un artículo para un periódico. Mientras estaba trabajando allí dieron las diez, la noche cayó e iban a cerrar las puertas. Tenía hambre, mucha hambre. Desgraciadamente, las diez coronas solo habían durado poco tiempo. Ya hacía dos, casi tres días, que no comía nada, y me sentía deprimido; hasta sostener el lápiz me fatigaba. Tenía en el bolsillo la mitad de un cortaplumas y un manojo de llaves, pero ni un cuarto.

(Hambre, Knut Hamsun).

 

Había dormido poco y mal.

Tratando de combatir el frío, se había acostado una vez más con ropa de calle (no tenía otra). Arrebujado bajo una escuálida manta, no pudo conciliar el sueño profundo hasta bien entrada el alba. La luz del nuevo día se coló entre los visillos, iluminando tenuemente las paredes desnudas de su cuarto. Incapaz de seguir durmiendo, se levantó del camastro, se lavó la cara ojerosa y las manos en la palangana y se miró en un pequeño espejo que guardaba en el cajón de la mesita. Estaba pálido como un cadáver y había perdido mucho peso en los últimos tiempos. Su estómago empezó a tamborilear. A sabiendas de que no podría satisfacer sus necesidades, optó por acostarse de nuevo.

 

Era ya media mañana cuando abandonó la habitación. Justo en el momento de tomar la calle, fue abordado por una sombra que había surgido a sus espaldas. Ese alguien resultó ser la señora Gundersen, que había salido veloz y subrepticiamente de la portería al divisar su silueta.

En cuestión de segundos, Knut se vio zarandeado por ella.

–¡Déjeme, por favor! ¿Qué le he hecho yo? ¡Por Dios! –comenzó a gritar–. ¿No ve que me hace daño?

Pero la señora Gundersen seguía retorciéndole la muñeca sin piedad. ¡Aquello era algo inaudito! Maltratado por una mujer de no menos de sesenta y cinco años… Era bajita y delgada, todo huesos y piel, pero había sacado fuerzas de quién sabe dónde para arremeter contra su huésped.

Cuando por fin consiguió liberar su muñeca, Knut se enfrentó a ella:

–¿Se puede saber qué demonios le ocurre?

Los ojos de la mujer se iluminaron sospechosamente. Daban miedo.

–Me debe tres meses de alquiler, ¿me oye? Tres meses… ¡Qué desfachatez!

–Ah, eso…

(Era siempre la misma historia).

–Sí, eso –dijo la patrona con los brazos en jarras.

–Es cierto…

–¡Ah, reconoce que es cierto! ¿Y qué tiene que decir al respecto?

Knut se humedeció la lengua, se ajustó los lentes y se peinó el cabello con los dedos mientras encontraba algo convincente que decir. Su orgullo por un lado, y su condición de inquilino moroso por otro, le oscurecían el ánimo.

Le sorprendía aquella escena. La señora Gundersen nunca había sido amable con él, pero aquella agresividad tampoco era propia de ella.

–De acuerdo, de acuerdo –dijo, vencido por las circunstancias–. Le debo tres meses. ¿Pero qué diablos quiere de mí? Soy un pobre hombre. Solo eso: un pobre hombre… Le diré la verdad: no me queda ni una mísera corona. ¡Qué digo una corona, ni un ore me queda! Todo lo que tengo son estas ropas andrajosas que llevo puestas. Nada más que eso. No creo que pueda pagarle. Al menos, por ahora. El editor dijo que me iba a mandar un talón, pero ya ve, los editores son así. Hoy te dicen blanco y mañana, negro. Hoy te comen la oreja y al día siguiente ya no se acuerdan de ti… Todavía me debe diez coronas el director del periódico por un par de artículos que publicaron la pasada semana. No sé cuándo los cobraré. ¿Y cree que a él le preocupa que yo pase hambre? ¡Qué va! Quiso darme un adelanto, cierto, pero no lo acepté por dignidad… Ojalá hubiera cogido ese dinero. Mi estómago no quiere dignidad sino comida… Y usted, ¿qué quiere de mí? Haga la que crea conveniente. No puedo pagarle, no puedo decírselo más claro. No puedo pagarle, ya ve. Hace tres días que no como nada. ¡Nada!, ¿me oye? Ni siquiera un mísero bollo de pan… Es una contrariedad, sí, una contrariedad… Haga usted lo que tenga que hacer. No puedo pagarle. […]

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