Los tacos en la literatura, según Stephen King

Siempre ha habido algo de debate sobre la conveniencia o no de escribir tacos en los textos literarios. A los tacos nunca le faltarán detractores, pero otros escritores, Fernando Arrabal y Camilo José Cela entre ellos, eran firmes defensores, hasta el extremo de que fueron a un juicio (figurado, casi humorístico, que se emitió en TV2) para explicar las bondades de estas palabras malsonantes. Podéis verlo aquí.

En Mientras escribo, Stephen King habla sobre el oficio de escribir y, como no podría ser de otra manera, nos da su opinión sobre los tacos, que reproduzco a continuación.

Rebajas

Los tacos

(Fragmento de Mientras escribo, de Stephen King)

“Mi madre, que en paz descanse, no veía los tacos con buenos ojos. Decía que eran “el lenguaje de los ignorantes”, pero eso no le impedía gritar “¡Joder!” cuando se le quemaba la carne o se daba un martillazo en una uña queriendo colgar un cuadro. Tampoco a la mayoría de la gente, cristiana o no, la inhibe de soltar algún exabrupto por el estilo (o peor) cuando les vomita el perro en la alfombra. Es importante decir la verdad. ¡Depende tanto de ella, como casi dijo W.C. Williams cuando escribía sobre la carretilla roja! A la Legión no le gustará la palabra “cagar”, y puede que a ti tampoco mucho, pero hay veces en que no hay otra salida. Nunca se ha visto a un niño que vaya corriendo a ver su madre y le diga que su hermana pequeña acaba de “defecar” en la bañera. Tendrá algún eufemismo a su disposición, pero mucho me temo que se le ocurra primer “cagar”.

Decir la verdad es fundamental para que el diálogo posea la resonancia y el realismo de cuya ausencia, por desgracia, adolece Hart´s War, por lo demás una buena novela. El principio se aplica a todo, hasta a lo que dice la gente cuando se da un martillazo en el pulgar. Si, pensando en la Legión de la Decencia, pones “¡caray!” en vez de “¡joder!”, infringes el contrato tácito que hay entre el lector y el escritor: la promesa de que expresarás verazmente los actos y palabras de tus semejantes por el canal de una historia inventada.

Por otro lado, cabe la posibilidad de que uno de tus personajes (como la tía solterona de la protagonista) diga “caray” y no “joder”, en el momento del famoso martillazo. Si conoces a tu personaje también sabrás cuál de los dos usar, y nos enteraremos de algo sobre la persona que habla que la hará más viva e interesante. Se trata de dejar que hablen libremente todos los personajes, sin prestar atención a los criterios de la Legión de la Decencia o el Círculo de Lectoras Cristianas. Lo contrario, además de falso, sería cobarde, y te aseguro que hoy en día, a las puertas del siglo veintiuno, escribir narrativa no tiene nada que ver con la cobardía intelectual. Los aspirantes a censores son legión, y aunque no coincidan todos en sus prioridades, a grandes rasgos quieren todo lo mismo: que veas el mundo como ellos… o, como mínimo, calles lo que ves diferente. Son agentes del orden establecido; no tienen por qué ser mala gente, pero sí peligrosa para el adepto a la libertad intelectual.

La verdad, y que nadie se sorprenda, es que coincido con mi madre: los tacos y la vulgaridad son el lenguaje de la ignorancia y la limitación verbal. Al menos como regla general, porque hay excepciones, entre ellas ciertas palabrotas y aforismos muy pintorescos y con mucha fuerza. Expresiones como “tener más trabajo que un cojo en un concurso de patadas en el culo” no son para una puesta de largo, pero hay que reconocer que tienen pegada. O léase el siguiente fragmento de Brain Storm, de Richard Dooling, donde la vulgaridad se convierte en poesía.

“Prueba A: un pene grosero y testarudo, coñívoro bárbaro sin mota de decencia. El bergante más tunante que ha habido hoy y antes. Un sucio y vermiforme gañán con brillos serpentinos en su único ojo. Un exaltado, un soberbio que ataca en las cavernas oscuras de la carne como un relámpago peniano. Un bellaco voraz en busca de sombras, húmedas grietas, éxtasis de almejar, y sueño…”.

Aunque no se presente como diálogo, me apetece reproducir otro fragmento de Dooling porque es un ejemplo de lo contrario: de que se puede ser explícito hasta extremos admirables sin recurrir en absoluto a la vulgaridad ni al lenguaje soez.

“Ella se sentó a horcajadas y se dispuso a efectuar la conexión de los puertos necesarios, con los adaptadores masculino y femino a punto, el I/O activado, servidor/cliente, maestro/satélite. Dos máquinas biológicas de última generación haciendo los preparativos para acoplarse con los módems de cable y acceder a los procesadores frontales respectivos. Nada más”.

Si yo fuera un literato a la usanza de Henry James o Jane Austen, si sólo escribiera sobre pijos o universitarios de familia bien, casi no tendría que escribir palabrotas. Quizá no me hubieran prohibido ningún libro en las bibliotecas escolares de Estados Unidos, ni hubiera recibido cartas de fundamentalistas serviciales con ganas de informarme de que arderé en el infierno, donde todos mis millones no me servirán para comprar ni un simple trago de agua. El caso, sin embargo, es que no me crie en ese sector de la sociedad, sino como integrante de la clase media-baja de Estados Unidos, que es lo de que puedo escribir con mayor sinceridad y conocimiento. O sea, que cuando mis personajes se dan un martillazo en el dedo dicen más a menudo joder que caray, pera ya me he acostumbrado a la idea. De hecho, nunca me había dado grandes quebraderos de cabeza.

Y eso es lo que escribió Stephen King sobre los tacos (al menos un fragmento). ¿Y tú qué opinas de los tacos? Deja tu comentario, y así lo sabremos. :–)

Relato corto de Stephen King: Una estatua para Papá 

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