
Gustave Flaubert escribió Primera educación sentimental entre los años 1843 y 1845, de acuerdo a dos menciones hechas por él mismo entre febrero y octubre de 1843, y entre mayo del 44 y enero del 45. Una vez concluida no le gustó lo que había escrito y la guardó tirada por algún cajón. Constaba de 311 folios, escritos por las dos caras. Cuando más tarde escribió lo que acabaría siendo Educación Sentimental, aprovechó el título.
Esta Primera educación sentimental se publicó por vez primera por entregas en la Revue de Paris, entre noviembre de 1910 y febrero de 1911. La crítica la trató con bondad, atendiendo a que se trataba de una novela de los primeros años del escritor de Madame Bovary. Después apareció como parte de Las obras completas de Flaubert. La traducción del presente libro está tomada de la publicación de Editions du Seuil, del año 1963.
La novela, de cerca de 400 páginas, tiene momentos altos y otros no tanto. Su trazado es irregular. La trama a veces es ramplona y cae en lugares comunes (Describe un romance entre una mujer madura y un joven estudiante y agrega otros más para complementar la escena, como si se tratara de una obra de teatro). Por momentos la novela muestra el genio de un autor en ciernes. Aparecen un par de guiños a Don Quijote (lo leyó tempranamente) y a La Regenta. La figura sicológica de señora Renaud anticipa a lo que será más tarde Madame Bovary; sin duda. Se la muestra sentimental, soñadora y desconforme con su suerte actual. Anhela un amor de verdad. Su marido es bastante mayor, ella es joven aún y no duerme en la misma cama con su esposo.
La traducción, lamentablemente para el mundo hispanoparlante, es deficiente. El señor Javier Albiñana, responsable del traspaso del texto francés al castellano, utiliza en forma reiterada un lenguaje muy peninsular. Henry, el personaje central, es muy llorón al igual que su amigo Jules. ¿Mantuvieron ambos amigos una relación homosexual en algún momento, antes del viaje del primero a París? En ciertos pasajes da la impresión que sí y en otros insinúa que estuvieron muy cerca de hacerlo. Lo bueno: en muchos capítulos se describen las costumbres parisinas de mediados del siglo XIX. Flaubert nos pone frente a un mundo despreocupado de los problemas reales. Hombres y mujeres llenos de frivolidad. Se describen los bailes, las fiestas, los saraos de la época, los trajes y los carruajes, los jardines y paseos. Pero nos presenta cierta exageración de personajes que solo se enumeran y nombran, y que no aportan nada a la trama. Este punto complica el seguimiento de la historia. Sin embargo, en muchos pasajes del texto, o en casi todos, Flaubert exhibe un conocimiento bastante fluido de la sicología humana y también de flores, plantas y árboles. Es reiterativo, por ejemplo, en cuanto al perfume de la señora Renaud, y está genial cuando capta en palabras su belleza aún fresca, el ruido de sus faldas almidonadas por las escaleras de la casa, y sus pasos sobre el piso entarimado.
El autor y sus sucesores tuvieron algo de razón al querer dejar olvidado el escrito de esta obra por más de sesenta años. En suma: es una obra valiosa, con pequeños ripios pero con momentos de la pericia y grandeza narrativa de Flaubert.
¿Conviene leer la novela?
¡Por supuesto que sí! Permitirá ver si evolución escritural del autor y apreciar su maestría para hacer la radiografía de cualquier tipo de conducta humana.
El texto escogido corresponde al quinto capítulo de la obra, donde el autor describe al señor y a la señora Renaud, su aspecto físico, su conducta, su forma de vida y los quehaceres y temas que les preocupan.
Primera Educación Sentimental, de Gustave Flaubert (fragmento)
El establecimiento causaba buena impresión. Era un caserón situado en una calle desierta de cuyo nombre no quiero acordarme, como diría Cervantes; tenía una gran puerta cochera pintada de verde y amplias ventanas que daban a la calle; en verano cuando estaban abiertas se veían al pasar los muebles del salón cubiertos con sus fundas de calicó blanco (tipo de tela hecha de algodón). En la parte de atrás se abría, a modo de jardín inglés, con montañas y valles, senderos que serpenteaban entre rosales y acacias, un hermoso serval (árbol de la familia de las rosáceas) que se erguía por encima del muro, dejando caer, airosamente, sus penachos de bayas rojas; además, al fondo –era lo que se veía al entrar en casa del señor Renaud-, un cenador de jazmines y clemátides (planta ranunculácea trepadora de flores muy hermosas), construído con enrejado blanco y provisto de un rústico banco.
Se me olvidaba un estanque, del tamaño de una cuba de Baja Normandía, que alojaba tres peces rojos casi permanentemente inmóviles.
Tan pronto veían aquello, los padres quedaban encantados; su hijo respiraría un “aire saludable”; así se plegaban ya a todas las condiciones, las cuales eran sumamente duras. Porque si bien el señor Renaud aceptaba poco alumnos, eran alumnos selectos; no tenía más de cinco o seis, a quienes dedicaba todo su tiempo y su ciencia. Se preparaba allí a los jóvenes para la “Ecole Polytechnique”, la “Ecole Normale” y los bachilleratos de toda suerte; Renaud admitía también a estudiantes de medicina y derecho, limitándose, en lo que atañe a estos últimos, a recomendarles que no perdieran el tiempo; era cuanto les enseñaba. Por lo demás, todos le querían; no es que poseyese esa ardiente razón que seduce a la juventud y la atrae hacia los ancianos, pero era un tipo sencillo, que les hacía la vida grata y tranquila, un hombre pasablemente jovial, una pizca chocarrero (bueno para contar chistes) y aficionado a los chismes.
Parecía listo la primera vez que se le veía, y tonto la segunda; solía sonreir con ironía ante las cosas más insignificantes y, cuando se hablaba seriamente, te miraba tras sus gafas doradas con intensidad tan profunda, que podía pasar por agudeza; su cabeza, despoblada por delante y únicamente cubierta por detrás de pelo rubio, gris y rizado, que se dejaba bastante largo y que se echaba con esmero sobre las sienes, no carecía de inteligencia ni de candor; todas las líneas salientes de su cuerpo, que era pequeño y recogido sobre sí mismo, se perdían en una carne fláccida y blanquecina; tenía la tripa gorda, las manos débiles y regordetas como las de las viejas de cincuenta años, era zambo y se enlodaba horriblemente en las calles.
De no haber existido las zapatillas de Estraburgo en su época, las hubiera inventado; las llevaba continuamente tanto en invierno como en verano, con gran desesperación de su mujer; y se pasaba una hora quejándose cuando tenía que salir y ponerse unas botas. La señora Renaud le había hecho un gorro, de fondo de terciopelo oscuro con flores azules, con el que se cubría en su despacho, donde se pasaba todo el día trabajando e impartiendo sus clases; iba siempre enfundado en un batín de tartán (especie de tela de lana con cuadros o rayas de varios colores) a rayas negras; era enemigo acérrimo de los trajes y de las trabillas en los pies (tira pequeña de tela o de cuero, a veces llamada peal, que sujeta los bordes del pantalón por debajo de la bota).
Cuando los jóvenes bajaban de sus cuartos, dejaban sus gorras en la antecámara, donde había dos felpudos y seis sillas; luego se sentaban junto a su maestro, ocupando sillas o sillones, según les parecía, dormían o escuchaban, o contemplaban los eternos bustos de Voltaire y Rousseau que decoraban ambos rincones de la chimenea, hojeaban libros en la biblioteca o dibujaban en sus cuadernos cabezas de turco o cabelleras de mujer. Los hábitos de la casa eran patriarcales y plácidos: todos los domingos, después de comer, tomaban café; por la noche jugaban a las cartas en el salón de la señora Renaud; en ocasiones iban al teatro todos juntos, o también, en verano, iban a pasear al campo, a Meudon, Saint Cloud.
La señora Renaud, por lo demás, era una mujer excelente, una mujer deliciosa, cuyos maternales modos tenían un no sé qué acariciante y amoroso. Se la veía toda la mañana con un gorro de noche coquetamente adornado con encajes, pero que le ocultaba el pelo; su vestido sin cinturón cuyos amplios pliegues caían desde el cuello, no permitían adivinar nada, y adoptaba con él actitudes blandas y casinas; solía hablar de la desdicha de vivir, de los sinsabores que la habían consumido, de su juventud ya tan lejana, pero tenía unas pestañas y unos ojos negros tan bonitos; sus labios eran aún tan sonrosados y húmedos, su mano se movía con tan airosa presteza cuantas veces hacía uso de ella, que por fuerza tenía que mentir. Cuando se vestía y se tocaba con un amplio sombrero de paja de Italia con pluma blanca, se convertía en una belleza despampanante, llena de lozanía y seducción: en su rápido caminar crujían sus botines con mil hechizos; presentaba un aspecto un tanto desenvuelto y viril, pero siempre mitigado por la expresión de su rostro, que reflejaba habitualmente una melancólica ternura.
Por más que en determinados momentos se las diera un poco de madre de familia y de mujer madura, nadie sabía su edad, y hubiera yo desafiado a decírmelo al más afamado mercader de esclavos que existiera desde Bassora a Constantinopla. Aunque su pecho, que exhibía gustosa, pecaba una pizca de abundante, ¡exhalaba en cambio tan suave fragancia cuando se acercaba uno a ella!. Bien es cierto que ocultaba la parte inferior de la pierna, pero enseñaba la punta del pie, y era monísimo; tras la oreja, se vislumbraba en su cabeza una imperceptible línea blanca, señal de que comenzaba a caer el pelo por aquella zona; pero ¿por qué había en su frente algo que invitaba al beso? ¿Por qué aquellas dos crenchas negras que descendían hasta las mejillas, daban ganas de tocarlas, de alisarlas más, de respirarlas de más cerca, de posar en ellas los labios?
En invierno, permanecía en su habitación, sentada entre la ventana y la chimenea, cosiendo o leyendo ante un costurero que le había pertenecido de soltera. Durante largas horas pasaba sola, ¡cuántas veces contemplaba la flor amarilla, de madera de naranjo incrustada en el palisandro, pensando con profunda tristeza en mil coas que ignoro! Acto seguido, alzaba la cabeza y seguía dándole a la aguja, lanzando un suspiro o apretando los labios; pero no bien volvía la primavera y reventaban las primeras yemas de lila, se acomodaba con su calceta en el cenador, y no se movía de allí hasta el crepúsculo. Y así, mientras trabajaban en sus cuartos, los jóvenes que miraban al jardín, veían pasar su blusa blanca aquí y allá tras los árboles; se paseaba por la gran avenida del fondo, miraba las espalderas, miraba una brizna de hierba, no miraba nada, se agachaba a recoger violetas, rompía con los dedos los capullos muertos de los agavanzos (escaramujo), iba y venía. Por la mañana, con los papillotes aún puestos, regaba ella misma sus flores; las quería con locura, según decía, sobre todo la madreselva y las rosas, y respiraba su fragancia de un modo muy sensual.
A las horas de las comidas bajaba al comedor, donde se mostraba exquisita como corresponde a la señora que hace los honores de la casa.
No disfrutaba de la “dicha de ser madre”, pero le encantaban los niños; como que acudiera alguno por su casa, todo eran caricias, mimos y caramelos sin fin. Casada muy joven con el señor Renaud, sin duda lo había amado, siquiera un día, siquiera una noche, pero en la época en que se da comienzo a esta historia, tiempo hacía que no contemplaba el amor sino por encima del hombro, sonriéndose un poco, eso sí, y mandándole tristes adioses. Guapa como seguía siéndolo, con un corazón tan sensible y un carácter tan perfecto, lo había recibido ávidamente, sin duda, en el candor de su deseo, sin que la inquietase demasiado de dónde le venía; luego no tardaría en hastiarla, y ahora lo añoraba y puede que lo desease, como los hambrientos que, no más sentarse a la mesa se atiborran de sopa y de gachas, sin reparar en que luego vendrán el pavo trufado y los sorbetes.
Marido y mujer se avenían muy bien, lo cual se explicaba por la bonachonería del marido y la dulzura de la mujer. Producían la impresión, al verlos, de ser el matrimonio más perfecto del mundo, y después de comer daban incluso una vuelta juntos por el jardín, cogidos del brazo.
La señora poseía su peculio particular y su cajón secreto; el señor regañaba raramente y hacía ya tiempo que no compartía el lecho con la señora. La señora leía hasta muy tarde en la cama; el señor se dormía de inmediato y no soñaba casi nunca, como no fuese cuanto estaba un pizca achispado, lo que ocurría alguna que otra vez.
Título original: La première Education sentimentale. Traducción de Javier Albiñana. Publicada por Alba Editorial (Barcelona-España) Año 2001. Cap. V
*** Este trabajo ha sido posible gracias a Biblioteca Viva – Mall Plaza Egaña (Santiago de Chile) Fundación La Fuente. Julio de 2017
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