
En los cuestionarios realizados a escritores es habitual encontrar preguntas como “¿En qué cuidad del mundo le gustaría vivir?” o “¿Cuál es su idea de la felicidad?”. Sonrío con maldad al leer estos ligeros y prescindibles interrogatorios de urgencia. En fin, no culpo a nadie, con algo hay que rellenar las páginas de las revistas, periódicos y suplementos culturales.
Creo recordar que Truman Capote se hacía preguntas similares en su “Autorretrato”, incluido en el libro Los perros muerden. Concebidas originalmente con intención literaria (si acaso ese “Autorretrato” es el origen, el modelo que después han seguido tantos periodistas), es apreciable que estas interrogaciones pierden fuerza cuando llegan al escritor de nuestros días. Otra pregunta típica, “¿Por qué escribe usted”?, es despachada en no pocas ocasiones con dos palabras: “Por necesidad”. Y la duda que me asalta es: “¿Realmente se escribe por necesidad?”
Es muy probable. Es más, lo doy por seguro. Pero ¿hay algo que el ser humano no haga por necesidad? Por necesidad llevamos a cabo numerosas acciones cotidianas como comer, ducharnos, tirar al contenedor la bolsa de la basura o tomar medicamentos cuando estamos enfermos.
Así pues, “por necesidad” suena poco menos que a respuesta en blanco.
Empecé a plantearme lo insustancial del asunto un día en que, acuciado por un problema doméstico (los grifos del cuarto de baño perdían agua), tuve que llamar al fontanero. Horas antes había leído uno de esos cuestionarios y me dije: “¿Qué pasaría si interrumpo en plena faena a este buen hombre para preguntarle por qué trabaja?”
Supongo que, algo confuso, llave inglesa en mano, se hubiera “defendido”:
–A ver… ¿No me dijiste que viniera a arreglar la avería?
He llegado a la conclusión de que se sigue haciendo uso de tan manida respuesta a la también manida pregunta por tres motivos:
- por pereza (buscar una respuesta ingeniosa y sincera puede resultar agotador)
- por mimetismo (siguiendo las huellas de otros autores, que respondieron anteriormente “por necesidad”).
- por la sincera convicción de que escribir es realmente un acto profundamente espiritual.
La opción c es la más peliaguda de todas. Muchos pretenden concederse a sí mismos excesiva trascendencia, sugiriendo en voz baja (o no tan baja) que para el resto de la Humanidad es necesario que ellos escriban (cuando en ocasiones sería preferible que se dedicaran a hacer encajes de bolillos o a disecar mariposas).
Al analizarlo fríamente, se entiende que al escritor profesional moderno, tan hábil en el cortejo mediático, le mueven diversas y en ocasiones encontradas motivaciones a la hora de tomar papel y pluma. La fama, el beneficio económico, la vanidad, el prestigio social, la imagen, etcétera.
No podemos, claro, meter en ese grupo (el de los pragmáticos) a todos los escritores. De hecho podríamos, siendo generosos, hacer un segundo grupo, el de los demiurgos; en éste tienen cabida aquéllos que entienden la literatura como la búsqueda de la verdad, la realización personal o el vehículo hacia la consagración del arte.
Falta un tercer grupo (mixto), que reúne las mejores y peores características de uno y otro. Por eso lo de “encontradas motivaciones”.
¿Y qué ocurre con los grandes escritores? ¿Por qué escribían? A saber. Habrá de todo, como en botica. El atormentado y perfeccionista Flaubert, siempre en la búsqueda de la frase perfecta, del clímax artístico, tardó años en dar por finalizada Madame Bovary. El autor francés se quejaba amargamente de lo mucho que sufría escribiendo, y de ahí que algún malicioso se haya preguntado: “Pues si tanto sufría con ello, ¿por qué no lo dejaba?”
Dostoievski, por el contrario, no tardó tanto en la creación de su famosa novela corta El jugador. Acuciado por las deudas de juego y la presión de sus inescrupulosos editores consiguió, según cuentan algunos gacetilleros literarios, redactarla en pocos días a una taquígrafa, Ana Grigotievna Snitkin, con la que inesperadamente acabó por contraer matrimonio.
Dos caras de la moneda: Flaubert, rentista sin problemas económicos, recluido en casa como si de un asceta o un inválido se tratase, se permitía el lujo de respirar la literatura como algo espiritualmente necesario. En el caso del maestro Fiodor, al menos en la obra antes citada, prevalecía entre otros el interés mercantil de acabar el libro a toda costa, y cuanto antes mejor. A pesar de las prisas nos entregó una lección nada desdeñable sobre la condición humana pasada por el filtro del casino.
Como lector desinhibido, y en base a estos dos ejemplos (podría añadir otros más), me abstengo de enjuiciar las motivaciones iniciales del autor a la hora de encarar el folio en blanco. La literatura no se hace con buenas intenciones, avisó sabiamente André Gide con estas palabras u otras parecidas. Y tenía razón, aunque a muchos les duela confesarlo.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
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