La octava novela del extraordinario escritor español Juan Marsé se titula Ronda del Guinardó y fue publicada en 1985, el mismo año de la obra maestra que es El amor en los tiempos del cólera, del colombiano Gabriel García Márquez, o de la excelente Luna de lobos, del también español Julio Llamazares, o de La sonrisa etrusca, de otro paisano de ambos, José Luis Sampedro. También el año de otra novela deslumbrante, Meridiano de sangre, del estadounidense Cormac McCarthy.
Ronda del Guinardó es una suerte de poema novelado, es un inmenso poema, una breve novela, es poco más que un relato si acaso, una pequeña obra de arte. De arte literario.
“Prendido en las comisuras de la cloaca se pudría un ramo de lirios. En un portal y de espaldas, subiéndose con disimulada premura el borde de la falda, una muchacha hizo chasquear la liga contra su muslo”.
Barcelona, 1945, la Segunda Guerra Mundial llega por fin a su fin, de momento hasta la casi definitiva derrota de la Alemania nazi, mientras el país que aún es España sigue saliendo de una guerra civil y muestra descarnado en todo su piojoso esplendor su naturaleza de país repleto de derrota y supervivencia, de picaresca atávica y de un nuevo orden custodiado por algunos miserables de presencia hastiada. Barcelona, principal ciudad de la Cataluña que comienza a sentir las botas sobre un idioma propio que sobrevivirá escondido en los mismos lugares en que se esconden los demás perdedores de una guerra todavía presente en las ruinas de las calles grises de aquel año 45. Barcelona, la ciudad de Juan Marsé. La ciudad literaria que existe espléndida, decrépitamente, en la realidad ficticia de los libros magníficos del gran escritor que era, que es, Juan Marsé. Que existe poética, narrativamente, de una manera singular, pura realidad oscura, pura ficción luminosa, en Ronda del Guinardó.
“El sol en declive se volvía cobrizo entre el ramaje verde y espeso de los plátanos”.
El policía coprotagonista de la novela de Marsé “era un hombre corpulento y de caderas fofas, sanguíneo, cargado de hombros y con la cabeza vencida levemente hacia atrás en un gesto de dolorido desdén, como si lo aquejara una torcedura en el cogote o una flojera”.
“En el recuerdo enquistado de rutinarias inspecciones y registros domiciliarios persistía un cálido aroma a ropa planchada y almidonada, a festividad clandestina y vernácula, ilegal y catalanufa”. […]
El inspector siguió su camino por aceras solitarias y destripadas, pisando las crestas de hierba enfermiza que rebrotaba en las grietas”.
La otra protagonista de la novela —si obviamos que en una novela de Marsé la protagonista suele ser Barcelona, en esta desde luego— es la niña Rosita, la joven mujer niña que es Rosita:
“Cruzó las piernas con presteza y de nuevo el inspector percibió fugazmente en sus rodillas el despliegue sedoso de una madurez furtiva”.
Rosita, en cuya “boca grande plagada de calenturas del sur, el idioma catalán era un erizo”, y el detective policial, el inspector del que no sabemos su nombre, recorren el barrio del Guinardó, y ese trasiego suyo por aceras y lugares, casas, establecimientos, jardines, es el denso meollo afinado de la novela de Marsé:
“Iban por una acera desventrada que olía a mierda de gato. Debajo de los viejos balcones florecía una lepra herrumbrosa y hacían nido las golondrinas. Algunos zaguanes profundos y oscuros exhalaban un tufo perdulario, a dormida de vagabundos. Sentado en una esquina, un joven ciego estiraba el cuello voceando cupones con la mirada colgada en el vacío. Rosita giró a la izquierda y empezaron a cruzar la gran explanada roturada de senderillos entre suaves lomas de escombros y matorrales secos. Habían demolido el edificio en ruinas y sólo quedaba en pie un muro chamuscado por el humo de las fogatas”.

En ese ir y venir de ambos protagonistas, él, el detective, reconoce en ella, Rosita, “su solitaria ronda al borde del hambre y la prostitución”.
La posguerra española, catalana, barcelonesa y los rescoldos de la guerra es el momento en el tiempo que, junto a la ciudad mediterránea, la de Marsé, se eleva en protagonista del libro durante la efímera vida de un solo día que es esta novela (un solo día y los recuerdos de tiempos anteriores):
“«Hasta aquí llegó la guerra», comentó la niña señalando el espectro carcomido del camión: «Dicen los chicos de por aquí que era ruso y que iba cargado de latas de carne y de cartucheras con balas»”.
Y aquella infancia que es sin duda la patria literaria y cierta de Juan Marsé, la de las aventis, la de los niños que podían oler a todas horas el aroma acre de la derrota, de la mediocridad e incluso el oprobio y la dicha como un tesoro:
“El inspector sonrió. Conocía el ritual colérico, el código de trolas infantiles que aún regía en esta calcinada tierra de nadie. Entre los hierros retorcidos de la cabina crecían cardos y ortigas. La pertinaz sequía, que duraba ya meses, rajaba la tierra arcillosa y rojos brocados de polvo cubrían rastrojos y desperdicios. Un paisaje podrido que fatigaba la imaginación”.
El día que es el día de Ronda del Guinardó…
“El inspector sintió que en torno suyo se rompían las costuras del día”.
Ronda del Guinardó y sus personajes, como la señora Altisent, que “olía a taxi, la pobre”. Ronda del Guinardó y su poesía de narración evocadora, finamente esculpida, dura y suave a la vez, de reminiscente envoltura:
“La luz que salía de la puerta bañaba un cuadro de habas floridas donde revoloteaba una mariposa blanca”.
Epílogo… Y la magia. Lo inexplicable. En 1993, Marsé escribiría otra de sus excelentes novelas, titulada El embrujo de Shanghai, llevada años después al cine por Fernando Trueba. Pues bien, no he encontrado la explicación a estos párrafos de Ronda del Guinardó, ¿alguien puede echarme una mano?:
“Y se entretuvo mirando el cartel de El embrujo de Shanghai. El ventanuco de la cabina de proyección estaba abierto y desde la calle se oía el zumbido del proyector y las voces de plata susurrando en la penumbra.
—Qué peli más extraña —dijo Rosita—. La he visto dos veces y no la entiendo. Estará cortada por la censura. ¿Usted no la ha visto?
El inspector emitió un gruñido y siguieron andando”.
José Luis Ibáñez Salas es escritor e historiador. Visita su blog Insurrección
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El embrujo de Shanghai es una película de 1941 y es el origen de la novela de Marsé, que a su vez genera la película de Trueba:
https://www.filmaffinity.com/es/film331376.html