Hemos escuchado una y otra vez hablar sobre la conveniencia –cuando no necesidad– de escribir sobre aquello que conocemos bien. Es obvio que seguir estas indicaciones te concede cierta ventaja, y que en esos casos la escritura se convierte en un viaje por carreteras conocidas, lo cual favorece que el conductor no se pierda y llegue sin el menor imprevisto a su destino.
No sería lógico poner en duda, por ejemplo, que a la hora de escribir una novela ambientada en el entorno laboral de Correos tendrá ventaja un autor que ha trabajado más de diez años en sus oficinas (Charles Bukowski) sobre aquel que solo se ha acercado a ellas para enviarle una carta a la tía Margarita. Ni que decir tiene, es más fácil pergeñar un thriller de espías cuando el autor (Ian Fleming) ha sido oficial de la inteligencia británica, y no el propietario de una zapatería o un monitor de Pilates. ¿O acaso no tuvo más sencillo Karen Blixen escribir Memorias de África tras abandonar su Dinamarca natal para irse a vivir a Kenia?
Hasta ahí estaremos todos (o casi todos) de acuerdo, por mucho que nos guste recordar el reverso de la moneda citando a autores que dieron la vuelta al mundo en sus libros sin apenas abandonar su ciudad natal. (Julio Verne sería uno de ellos, aunque ciertas voces apuntan a que en realidad fue un gran viajero. En cualquier caso, se da por válido que escribió libros ambientados en países que nunca visitó). Insisto para centrar el tiro: escribir sobre aquello que conocemos allana el proceso creativo.
Ahora bien, llevar esta premisa hasta extremos insospechados puede convertirse no en una ventaja, sino en un obstáculo. Una cosa es que el escritor apoye su obra literaria en hechos y personas reales, en un entorno en el que se ha movido con soltura, y otra muy diferente es que se circunscriba exclusivamente a ellos, desaprovechando ciertas alternativas de lo más enriquecedoras.
Trataré de explicarme.
Durante el ejercicio de mis ocupaciones laborales (profesor de talleres literarios en el pasado, corrector de estilo en la actualidad), he podido leer bastantes manuscritos con deficiencias narrativas que saltaban a primera vista. Me refiero a novelas y relatos que resultaban sospechosamente reales. Ojo: escribo “reales”, no “realistas”, corriente literaria que tiene todos mis respetos.
¿Y qué quiero decir con novelas y relatos «sospechosamente reales”? Pues aquellos en los que uno percibe que el autor se limita a describir las situaciones que ha vivido con personas de su entorno, sin desviarse un ápice de lo que vio o experimentó. Cuando esto ocurre, a veces –solo a veces–, el autor se ve tan implicado en la historia, siente como obediencia debida no faltar a la verdad, que desperdicia la ocasión de contar una historia atractiva para reducirse a narrar lo que pasó, ¡solo lo que pasó! Y es tanto su celo por la verdad, como si intuyera que un juez fuera a pedirle cuentas en el futuro, que desviarse un ápice de los hechos le parece –inconscientemente– un pecado.
Es decir, que, en vez de afanarse en hacer la mejor literatura posible, algunas personas se limitan a consignar hechos verídicos. (Y no es mi intención asociar la mentira con la buena literatura y la verdad con la bazofia literaria. Creo que me entendéis).
La cosa se complica cuando ciertos autores introducen en la narración a personajes cercanos que, en realidad, son trasuntos obvios de personas (familiares, amigos, jefes, compañeros de trabajos, parejas) a los que tratan en el día a día. Personas que posiblemente acaben leyendo la narración (quizá porque el propio autor se encargue de ello). La opción más fácil y conciliadora, en estos casos, es esforzarse en que esos personajes salgan “favorecidos”. Y, rizando el rizo, nos encontramos a personajes a los que ni siquiera podríamos denominar “secundarios”, sino de tercer o cuarto orden, y que aun así aparecen en escena repetidamente, desligados de la trama, sin otro motivo que evitar que las personas que hay tras ellos puedan enfadarse (en la vida real) por no haber sido invitados a la fiesta. Y como esos personajes, en una vuelta de tuerca pirandelliana, van a leer antes o después sus andanzas sobre el papel, el autor los describe llenos de virtudes, sin un ápice de maldad, libres de esa oscuridad y de esos recovecos que tanto juego dan en la alta literatura. (¿Qué hubieran escrito Dostoievski, Louis Ferdinand Celine, Francisco Umbral, Anaïs Nin o Jean Genet si hubieran intentado quedar bien con todo el mundo…?).
Cualquiera que haya escrito un diario sabe lo complicado que es llevar al papel a personas de carne y hueso, esas que tienen alguna relación contigo y que, por tanto, pueden echarte en cara no verse favorecidos en tus escritos. Intentar contemporizar con ellos, desear ganarte su agradecimiento por haberles hospedado en tu obra literaria (en vez de recibir su reprimenda) suele ayudar a mantener a flote las relaciones sociales, personales, familiares… muchas veces a costa de hacer naufragar la literatura.
En fin, lo que quiero decir es que algunos enfocan la escritura creativa como si de organizar una boda se tratara, intentando, como hacen los novios –lo cual honra a estos–, que nadie se sienta desplazado, que todos estén a gusto.
Alguna vez, al leer estas narraciones sospechosamente reales, he indagado un poco. Y sí, los autores en ocasiones han venido a apoyar mis suposiciones.
Cuando los problemas narrativos se deben a una excesiva querencia a los hechos o a personajes reales, cuando uno escribe no desde la libertad, sino desde la obligación de no enfadar a nadie, el consejo “Escribe sobre aquello que conozcas” tal vez sea contraproducente. Muy al contrario, a estos autores les interesaría despegarse de su biografía y construir personajes desde cero o que, a lo sumo, procedan de la mezcla de varias personas, no de una sola.
Así ganarían en libertad y podrían hacer literatura –mejor o peor, pero en libertad– sin las ataduras propias de escribir sobre personas de carne y hueso, proclives a juzgar las obras no por su calidad literaria, sino por cómo quedan reflejadas en ella.
La buena o mala noticia es que antes o después tendremos que tomar decisiones a favor o en contra de nuestra libertad creadora. Nuestro objetivo como literatos debería ser escribir textos inolvidables, no aferrarnos a la verdad ni lubricar nuestras relaciones con otras personas.
Elegir implica rechazar, cierto. Puede que sea una faena, ¿pero quién dijo que escribir fuera sencillo…?
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
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