Jerry, como le decían en la familia, apenas consiguió el éxito, buscó un lugar de residencia donde no llegara nadie. Eligió una localidad remota llamada Cornish. Puso vallas altas y electricidad en los cierros. Detestaba a los periodistas. Esta actitud desató una furia reporteril por adentrarse en su vida, en su pasado y en su presente, ¡y vaya si se encontró leña para poner en la estufa! Por ejemplo, se descubrió que le gustaban las jovencitas. Tenía arte para seducir a chicas casi niñas. Era gruñón y hasta un poco autista. Siempre se acercó a las corrientes esotéricas, practicó el budismo zen y de mayor adoptó el rito de beberse su propia orina. Esto no era una excentricidad, sino una filosofía de vida.
Escarbando en el jardín íntimo de J. D. Salinger
Por Ernesto Bustos Garrido
Leo a Margaret A. Salinger, la hija del escritor J. D. Salinger. Su intención en su libro El guardián de los sueños (Debate, 2002), es revelar aspectos íntimos de su vida con su padre. Con estilo a veces brillante, a veces desordenado, pero siempre sincero, Margaret, revela episodios curiosos del escritor que no podría calificarse de inéditos porque J.D. Salinger es uno de esos personajes literarios más biografiados (escaneados) en el mundo de las letras.
El fenómeno se debe a que Jerry, como le decían en la familia, apenas consiguió el éxito, buscó un lugar de residencia donde no llegara nadie. Eligió una localidad remota llamada Cornish. Puso vallas altas y electricidad en los cierros. Detestaba a los periodistas. Esta actitud desató una furia reporteril por adentrarse en su vida, en su pasado y en su presente, ¡y vaya si se encontró leña para poner en la estufa! Por ejemplo, se descubrió que le gustaban las jovencitas. Tenía arte para seducir a chicas casi niñas. Era gruñón y hasta un poco autista. Siempre se acercó a las corrientes esotéricas, practicó el budismo zen y de mayor adoptó el rito de beberse su propia orina. Esto no era una excentricidad, sino una filosofía de vida.
Por eso Margaret cuenta que su padre fue un ser extraño, impredecible, lleno de contradicciones.
Había nacido el 1 de enero del año 1919 en la ciudad de Nueva York al cabo de un embarazo penosa y difícil de su pobre madre. Sin embargo, cuando ella dio a luz, el niño pesó sobre los cuatro kilos. Durante su corta infancia sus padres se habían trasladado a esa ciudad por negocios. Sol se había asociado con un conocido para montar una empresa de importación de alimentos. Ganó algo de dinero. Antes había tenido un cine de tercera categoría, donde él hacía de proyectista y su mujer, Miriam, vendía las entradas. Sol creía que era judío.
Margaret habla mucho de la «tía Doris». La cita frecuentemente como depositaria de las historias de la familia. Es la hermana de su padre. Tenía seis años más que Jerry. Cuenta ella que cuando chico se llevaban muy bien. Ella lo llevaba al cine y lo regaloneaba. Como en ese tiempo las películas eran muchas, ella le leía en voz alta los subtítulos. El murmullo que ella y él hacían molestaba a los demás espectadores. Estos los regañaban, pero finalmente debían cambiarse de butaca.
A David sus compañeros de colegio y del barrio lo llamaban Sonny. Doris dice que no recuerda por qué, sin embargo, en un par de biografías, dicho «Nickname», aparece claramente. En familia le decían Jerry.
También asegura que muchos de sus personajes literarios se asemejan a él cuando pequeño.
Recuerda Margaret: «El relato de mi tía [le había contado que un día Jerry peleó con ella y vestido de indio agarró una maleta, y salió de casa con la intención de irse] me hizo recordar uno de los personajes de mi padre, Lionel, que aparece en un cuento corto llamado «En el bote» (reeditado en Nueve cuentos), tiene la misma edad que Sonny, el pequeño indio. Al comienzo de la historia, Lionel como Sonny, se ha vuelto a escapar. El ama de llaves, la Sra. Snell, y la criada, Sandra, están hablando del tema:
–Una tiene que pensar cada palabra que dice cuando él anda por ahí –dijo Sandra–. Es para volverse loca… ¡Un chiquillo de cuatro años!
–Es un niño bastante guapo –dijo la señora Snell–. Con esos ojos marrones, y todo…
Sandra volvió a resollar:
–Va a tener una nariz igual que la de su padre.
Cuando la madre de Lionel, Boo Boo Tanneenbaum, de soltera Glass (hermana de Seymour, Franny y Zooey, Walt y Walker, y Buddy Glass) entra en la cocina, las mujeres dejan de hablar animadamente, pero no se aclaran los motivos por los que se ha escapado el niño. Boo Boo le encuentra en su bote, lleva una camiseta «con una avestruz en el pecho», que hacía el ademán de esconder la cabeza en la arena. Tras mantener una larga conversación con su hijo, en la que éste se niega a contarle a su madre qué le ha hecho romper su promesa de no volver a escaparse, Boo Boo se mete con él en el bote e intenta decirle unas palabras amables. Lionel le interrumpe en un repentino arrebato, y entre sollozos le cuenta que:
–Sandra… le dijo a la señora Snell… que papá es un moisés grandote y estúpido.
–¿Tú sabes lo que es un moisés, querido?
Lionel no quiso o no pudo contestar enseguida. Por lo menos esperó a que disminuyera el hipo que siguió a sus lágrimas. A continuación, contestó, en forma ahogada, pero comprensible, con el rostro hundido en la tibieza del cuello de Boo Boo.
–Es una de esas cosas para llevar bebés –dijo–. De mimbre y con asas.
La tía Doris me interrumpió cuando empecé a contarle una historia sobre mi hijo y me dijo: «Peggy, asegúrate de que tienes un trabajo o algo a lo que dedicarte cuando tu hijo sea mayor. No centres toda tu vida en torno a él, porque no sirve de nada. Mi madre vivía a través de sus hijos. Es una suerte que Sonny haya tenido tanto éxito. Siempre fueron Sonny y mamá, mamá y Sonny. Papá siempre salía perdiendo, nunca recibió el reconocimiento que se merecía».
Sin embargo, al final irrumpe una revelación que descolocó a Peggy. Cuando ella –la tía Doris– estaba por cumplir los veinte años, poco después del bar mitzvah de Sonny (*), sus padre (Sol y Miriam) les contaron que realmente no eran judíos. El verdadero nombre de su madre era Marie, no Miriam y se dolía de que «había estado pasando por judía desde que se casó con Sol». Peggy agrega a esta revelación que ella nunca supo que su padre y madre fueran judíos. «Siempre me contó –dice Peggy a su tía– que mi padre escribía sobre semijudíos, porque era lo mejor que conocía».
- Salinger, J. D. (Autor)
Cuento de J. D. Salinger: Los jóvenes (El primer cuento publicado del autor)
Cerca de las once, viendo que su fiesta llegaba al mejor momento, Lucille Henderson recibió una sonrisa de Jack Delroy y volteó hacia Edna Phillips, sentada desde las ocho en un sillón, fumando, saludando y coqueteando con jóvenes que la ignoraban. Lucille Henderson suspiró hasta donde la dejó su vestido, frunció lo que quedaba de sus cejas y observó por toda la sala a los ruidosos jóvenes que había invitado a beberse el whisky de su padre. Sin pensarlo, fue hacia donde estaba William Jameson Junior, que se mordía las uñas y miraba fijamente a la pequeña rubia sentada en el suelo con tres jóvenes de Rutgers.
–¿Qué tal? –dijo Lucille Henderson tomando del brazo a William Jameson Junior–. Hay alguien que quiero que conozcas.
–Quién.
–Una niña muy agradable–
Jameson la siguió a través de la sala, mientras luchaba por arrancarse un pellejo del pulgar.
–Edna, preciosa –dijo Lucille Henderson–. Me encantaría que conocieras a Bill Jameson. Bill: Edna Phillips. ¿No se conocían?
–No –dijo Edna, reparando en la gran nariz de Jameson, sus labios gruesos, sus hombros estrechos–. Encantada de conocerte– le dijo.
–Mucho gusto– contestó Jameson, comparando a Edna con la pequeña rubia del otro lado de la sala.
–Bill es muy amigo de Jack Delroy –informó Lucille.
–No lo conozco muy bien –dijo Jameson.
–Bueno, tengo prisa –dijo Lucille–. Nos vemos después, los dos.
–¡Hasta luego! –le gritó Edna–. ¿No te quieres sentar?
–Pues no sé –dijo Jameson–. He estado sentado toda la noche.
–No sabía que fueras buen amigo de Jack Delroy –dijo Edna–. Es una magnífica persona, ¿no crees?
–Sí, creo que sí. No lo conozco muy bien. Nunca me llevé mucho con sus amigos.
–¿Ah, no? Pero Lu dijo que eras buen amigo suyo.
–Eso dijo. Pero no lo conozco muy bien. Es decir, ya me tengo que ir. Tengo que escribir una composición para el lunes, de hecho, no iba a venir.
–Pero si la fiesta apenas empieza –dijo Edna–. La noche es joven.
–¿Qué?
–La noche es joven. Quiero decir que es muy temprano todavía.
–Sí –dijo Jameson–. Pero yo no iba a venir. Tengo que hacer la composición. De veras. Ni siquiera iba a venir esta noche.
–Pero es muy temprano –dijo Edna.
–Sí, ya sé…
–¿Y de qué se trata tu composición?
En el otro lado de la sala, la pequeña rubia soltó una carcajada que corearon los tres jóvenes de Rutgers.
–Pregunté cuál era el tema de tu composición –repitió Edna.
–No sé –dijo Jameson–. Tengo que describir una catedral. Una catedral de Europa. No sé.
–¿Pero qué es lo que tienes que hacer?
–No sé. Se supone que tengo que criticarla.
La pequeña rubia y sus amigos soltaron una nueva carcajada.
–¿Criticarla? ¿Entonces ya la viste?
–¿Vi qué? –dijo Jameson.
–La catedral.
–No, claro que no.
–O sea: ¿cómo puedes criticarla si nunca la has visto?
–Sí. Es que no soy yo, es este tipo que escribió sobre las catedrales. Tengo que hacer una crítica de lo que él escribió o algo así.
–Mmm. Debe ser muy difícil.
–¿Cómo?
–Digo que debe ser muy difícil. Lo sé porque yo misma he lidiado muchísimo con esas tonterías.
–Ajá.
–¿Quién fue el desgraciado que escribió eso de las catedrales? –dijo Edna.
De nuevo hubo risas alrededor de la pequeña rubia.
–¿Cómo? –dijo Jameson
–Pregunté quién lo escribió.
–No sé. John Ruskin.
–Ah –dijo Edna–, eso sí te va a costar trabajo.
–¿Cómo?
–Dije que te va a costar mucho trabajo. Quiero decir, eso sí que es difícil.
–Sí, ha de ser.
Edna dijo: –¿A quién miras? Yo conozco a todos.
–A nadie –dijo Jameson–. Creo que voy a servirme un trago.
–Justo lo que estaba pensando –dijo Edna. Se levantaron al mismo tiempo. Edna era más alta que Jameson, Jameson más bajo que Edna.
–Creo que todavía hay acción en la terraza. Gente pinche, supongo, aunque no estoy segura. Claro que podemos ver. También podemos tomar un poco de aire fresco.
–Sí –dijo Jameson.
Fueron hacia la terraza, Edna agachándose y sacudiéndose cenizas imaginarias de la falda. Jameson atrás, volteando y mordiéndose el índice de la mano izquierda.
Para leer, coser, o hacer crucigramas, podía decirse que la terraza de los Henderson estaba mal iluminada. Edna empujó suavemente la puerta de tela de alambre y percibió de inmediato los murmullos en la parte más oscura, hacia su izquierda. Caminó directo al frente de la terraza, se apoyó ostentosamente en el barandal blanco, respiró hasta el fondo, y volteó a buscar a Jameson.
–Alguien habla –dijo Jameson acercándose.
–Shhh… respira hondo, nada más respira. ¿No es una hermosa noche?
–¿Dónde está la bebida?
–Respira hondo –dijo Edna–. Sólo una vez.
–Sí, ya. Creo que ahí está la botella –dijo Jameson yendo hacia la mesa. Edna volteó y vio su silueta levantar y dejar cosas en la mesa.
–Ya no hay nada –dijo.
–Shhh, no tan fuerte. Ven un minuto –pidió Edna.
Jameson fue hacia ella.
–¿Qué quieres?
–Solamente mira el cielo –dijo Edna.
–Sí. Pero puedo oír a alguien conversando por allí, ¿tú no?
–Sí, tontito.
–¿Cómo?
–Algunas personas –dijo Edna– quieren estar solas.
–Ah, sí. Entiendo.
–No hables tan fuerte. ¿Cómo te sentirías si alguien te echara a perder el momento?
–Sí, claro –dijo Jameson.
–Bueno, sí, o sea: ¿qué es lo que haces todo el tiempo cuando vienes a tu casa en los fines de semana? –preguntó Edna.
–¿Yo?
–¿Te vas de parranda?
–No te entiendo –dijo Jameson.
–Pues sí, ¿te vas de parranda y la pasas bien? ¿Lo típico, pues?
–No muy típico. No sé. No mucho.
–¿Sabes qué? –dijo Edna de repente–. Te pareces mucho a un niño con el que salí el verano pasado. O sea, me refiero a tu apariencia y, todo. Y Barry era casi de tu estatura, quiero decir delgado y eso.
–¿Sí?
–Mmm. Era un artista. ¡Ay, Dios!
–¿Qué te pasa?
–Nada. Pero nunca olvidaré el día que quiso hacerme un retrato. Siempre me decía, seriecísimo: Eddie, tú no eres bella de acuerdo con los patrones convencionales, pero hay algo en tu rostro que quiero captar. Lo decía seriecísimo. Sólo posé para él esa vez.
–Sí –dijo Jameson–. Oye, voy a ir adentro para ver si hay algo de beber.
–No –dijo Edna–. Mejor vamos a fumar. Es tan hermoso aquí afuera. Murmullos de amor y todo.
–Creo que ya no tengo cigarros, dejé unos en la sala.
–No te molestes –dijo Edna–. Yo tengo aquí.
Sacó de su bolsa una pequeña cigarrera negra con piedras de colores, la abrió y ofreció a Jameson uno de los tres cigarros que quedaban. Jameson tomó uno y dijo que de veras tenía que irse, debía entregar la composición el lunes. Finalmente Edna encontró sus cerillos, y encendió su cigarro.
–Oh –dijo expulsando el humo–, se va a terminar muy pronto. Oye, por cierto, ¿te fijaste en Doris Leggett?
–¿Quién?
–Una chaparra medio rubia. Salía con Pete llesner.
–¿Quién es Pete llesner?
–Petie llesner, ¿no conoces a Petie? Es un muchacho maravilloso. Estuvo saliendo con Doris Leggett. Parece que quedó muy mal parado. Creo que ella le jugó sucio.
–¿Qué quieres decir? –dijo Jameson.
–Nada, cambiemos de tema, no me gusta decir cosas de las que no estoy segura y eso. Pero no creo que Petie me mintiera. O sea, con todo y todo.
–¿Doris Liggett? –dijo Jameson.
–Leggett. Creo que Doris les gusta a los hombres. A mí me gustaba más cómo se veía con su pelo natural. Quiero decir, el pelo oxigenado, para mí al menos, siempre se ve algo artificial cuando le da la luz y eso. No sé, puedo estar equivocada. Pero apuesto a que mi papá me mataría si un día llego a casa con el pelo pintado, aunque fuera un poco. No conoces a mi papá: es totalmente de otra época. Pensándolo bien, yo creo que nunca me cambiaría el color del pelo. Pero tú sabes, algunas veces una hace las cosas más locas. Barry también me mataría sí me pintara.
–¿Quién? –dijo Jameson.
–Barry. El muchacho del que te hablé.
–¿Está aquí?
–¿Barry? ¡Por Dios, no! No me puedo imaginar a Barry en un lugar como éste. No conoces a Barry.
–¿Va a la universidad?
–Fue. A Princeton. Creo que salió en el treinta y cuatro. No estoy segura. En realidad, no he visto a Barry desde el verano pasado. Bueno, no he hablado con él. Me lo encuentro en fiestas y eso, pero siempre lo evito cuando él me mira. Escapo al baño –o alguna cosa por el estilo.
–Yo pensé que te gustaba ese tipo –dijo Jameson.
–Sí, me gustaba hasta cierto punto.
–No entiendo.
–Olvídalo, prefiero no hablar de eso. Es que me pidió demasiado; eso es todo.
–Ah –dijo Jameson.
–No soy una mocha (mojigata) ni nada por el estilo. O no sé, a lo mejor sí soy. Pero tengo mis propios principios y trato de seguirlos. Por lo menos, lo mejor que puedo.
–Este barandal está un poco flojo –dijo Jameson.
–No es que no entienda cómo se siente un muchacho cuando sale contigo todo el verano y gasta dinero que no tiene por qué gastar en boletos para el teatro y centros nocturnos y todo eso –dijo Edna–. Quiero decir, yo lo entiendo. Siente que tú le debes algo. Bueno, pero yo no soy así. Creo que no estoy educada de esa forma. Conmigo tiene que ser en serio antes de… bueno, ya sabes. O sea, el amor y todo eso.
–Sí –dijo Jameson– pero mira: de veras tengo que irme. Tengo que entregar esta composición para el lunes. Tenía que estar en mi casa desde hace horas. Entonces yo creo que entro un rato, me tomo un trago y me voy.
–Sí –dijo Edna–. Ve.
–¿No vienes?
–Enseguida. Adelántate tú.
–Bueno, luego nos vemos –dijo Jameson.
Edna cambió de posición en el barandal. Encendió el último cigarro que le quedaba en la cigarrera. Adentro, alguien prendió el radio o alzó el volumen repentinamente. Una cantante ronca entonaba el estribillo de ese nuevo hit que hasta los meseros tarareaban.
Ninguna puerta golpea como una puerta de tela de alambre.
–¡Edna!– la saludó Lucille Henderson.
–Hola, hola –dijo Edna–. ¡Hola, Harry!
–Bill está adentro –dijo Lucille– Harry, ¿me consigues una copa?
–Claro.
–¿Qué pasó? –dijo Lucille–. ¿No se entendieron Bill y tú?
–No sé, tuvo que irse. Tenía mucho trabajo para el lunes.
–Pues en este preciso momento está allí adentro en el suelo con Dottie Leggett. Delroy está echándole cacahuates por la espalda.
–Tu pequeño Bill es algo serio.
–¿Qué quieres decir? –dijo Lucille.
Edna hizo una mueca con los labios y golpeó la ceniza de su cigarro.
–Algo fogoso, diría yo.
–¿Bill Jameson?
–Bueno –dijo Edna–. A mí me dejó entera. Sólo que no dejes que se me acerque de nuevo, ¿sí?
–Ajá. Vivir para aprender –dijo Lucille Henderson– ¿Dónde está ese tonto de Harry? Nos vemos luego, Ed.
Cuando terminó su cigarro, Edna también entró. Caminó rápidamente hacia la sección de la casa donde la mamá de Lucille Henderson había prohibido a las jóvenes que entraran con cigarros encendidos y vasos sudados de jaibol. Se quedó arriba unos veinte minutos. Luego volvió a la sala. William Jameson Junior, con un vaso en la mano derecha y los dedos de su mano izquierda cerca de la boca, estaba sentado varios jóvenes después de la pequeña rubia. Edna se sentó en el sillón rojo. Nadie lo había ocupado. Abrió su bolsa, sacó la pequeña cigarrera negra con piedras de colores y extrajo uno de los diez o doce nuevos cigarros.
–¡Ey!– gritó, golpeando su cigarro en el brazo del sillón rojo. –!Lu, Bobby! A ver si pueden encontrar algo mejor en el radio. Digo, ¿quién puede bailar esa cosa?
1940
Breve biografía de Jerome David Salinger
Jerome David Salinger (1 enero 1919 – 27 enero 2010) fue un escritor norteamericano que se conoció en todas las latitudes del mundo por su novela El guardián en el centeno. Después de este temprano éxito con The catcher in the rye publicó una serie de historias cortas en diarios y revistas. Había crecido en Manhattan donde siendo adolescente empezó a escribir relatos breves mientras estaba en la escuela secundaria. Esto sucede a comienzos de los años 40, lo cual coincide de algún modo con su ingreso al Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Allí destacó en los cuadros de inteligencia y contra inteligencia. Varias de estos relatos fueron publicados en Story Magazine. Después Salinger llevó una vida de ermitaño por casi más de medio siglo. Su último cuento es de 1965 y dio su última entrevista el año 1980. Fue al mismo tiempo un ávido y fiel seguidor del budismo zen.
*** El Bar Mitzvah es una ceremonia ritual en la religión judía, aplicable a chicos y chicas.
Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.
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