Contra los jóvenes lectores

jóvenes lectores
R.B. Stevenson

La infanta Leonor y la Casa Real han vivido en los últimos días cierto ruido mediático, generado en las redes sociales, con motivo de la publicación de una revista en la que se daba a conocer el perfil como lectora de la infanta Leonor, a quien al parecer le gustan Lewis Carroll, Robert Louis Stevenson, Roald Dahl, J.R.R. Tolkien o la película El viaje de Chihiro.

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que derrocar a un rey es la ilusión y la tarea encomendada de muchos, las redes sociales han intentado hacer mofa del asunto, obviando que si dejamos a un lado al cineasta Kurosawa, también citado entre las predilecciones de la infanta, los demás autores escribieron libros juveniles harto conocidos: Alicia en el país de las maravillas es de Lewis Carroll, La isla del tesoro (de Stevenson), La fábrica de chocolate (Roald Dahl), El hobbit (Tolkien), etcétera.




Libros juveniles emblemáticos

Hablo, pues, de libros juveniles emblemáticos que están al alcance intelectual de una chica de la edad de la infanta Leonor (once o doce años, no sé exactamente). En la mofa que tantos han hecho del asunto priman dos elementos: por un lado la consigna republicana que obliga a sus seguidores a cargar contra todo lo que proceda de la Casa Real (aunque esté una niña de por medio), y por otro la molestia que ocasiona que un jovenzuelo –chica en este caso– tenga gustos literarios por encima de la media (dando por bueno que un gran número de ciudadanos ni siquiera tiene gustos literarios).



 

¿Fomento de la lectura?

Vivimos entre la paradoja y la hipocresía. Por un lado se intenta hacer fomento de la lectura y difundir las bondades que conlleva el hábito de la lectura entre los jóvenes; por otro lado se mira mal (en ciertos sectores) a los estudiantes que leen demasiado, a quienes se tacha de raritos.

Los putos libros

El caso de la infanta –si se le puede llamar así– me ha recordado un pasaje de Patria, la exitosa novela de Fernando Aramburu, en la que un chaval, Gorka, se vuelca de manera apasionada en la lectura de libros durante “los años en que pegó el estirón”, en contraposición con su sanguíneo hermano, prometedor jugador de balonmano que lo deja todo para dar sus primeros pasos como miembro activo de la banda terrorista ETA.

Patria es una novela sobre el deterioro –hasta límites exasperantes–  de la convivencia en el País Vasco. No es pues una novela sobre el oficio de leer ni sobre quienes “han contraído la fiebre de leer”, al margen de uno de los personajes. Pero el pasaje del que os hablo es revelador y por eso quiero compartirlo.

Forma parte de un capítulo que se titula precisamente “Libros”. Lo he elegido porque escenifica muy bien ese resquemor del que yo hablaba arriba ante esos lectores compulsivos de cierta edad que tanto asustan en ocasiones con sus –entiéndanse las cursivas– aires de intelectualidad. Esos… hijos raros…

Aquellos que aún no hayan leído Patria pero pretenden hacerlo pueden leer estas líneas sin el menor problema: se trata de un fragmento que se aleja un poco del núcleo central de la novela y, además, no hay en él spoiler.

Patria, de Fernando Aramburu

Libros, fragmento de Patria, de Fernando Aramburu

A Gorka, por los años en que pegó el estirón, le dio por la soledad. A sus hermanos se les veía poco en casa; él no salía más que para ir a la ikastola. ¿El motivo? Los libros o, como decía su padre con surcos cavilosos en la frente, los putos libros. El chaval había contraído la fiebre de leer.

La inquietud cundía en sus padres. No exactamente a causa de los libros. ¿Entonces? Por tantas horas de encierro en la habitación, también los sábados y los domingos, a menudo hasta que llegaba José Mari y le mandaba apagar el flexo. Hijo raro, murmuraban. Y Joxian:

–Qué pena que no tenga una ventanita en la cabeza para mirar dentro.

De noche, en la cama, el matrimonio conversaba en voz baja.

–¿Ha salido?

–¡Qué va! Ha estado toda la tarde leyendo.

–Tendrá algún examen.

–Los putos libros.

Una mañana, en la cocina, parada delante de él, su madre se entretuvo observándolo mientras el chaval desayunaba. Encorvado sobre el tazón, el pelo grasiento, las manos huesudas, acné. Miren se mordía la lengua, pero al final se lo tuyo que soltar.

–Oye, ¿tú no tendrás problemas psicológicos?

Catorce años. Sus amigos venían a buscarlo y él ni siquiera salía a recibirlos. Que qué le pasaba, que si estaba enfermo o se había enfadado con ellos. Con el tiempo dejaron de venir. Y Joxian se angustiaba.

–Gago en diez. Este hijo.

Se acercaba a él. Le ponía una mano amistosa en el hombro. Le ofrecía doscientas, trescientas pesetas.

–Anda, vete a pasarlo bien.

Aita, no puedo.

–¿Quién te lo prohíbe?

–¿No ves que estoy leyendo?

–Venga, que te dejo fumar.

–Que no, aita. No insistas.

Algunas veces, Joxian, entre solidario y cariñoso, le preguntaba:

–¿Qué lees?

–Es de un escritor ruso. Va de un estudiante que ha matado a dos mujeres con un hacha.

Joxian salía de la habitación confundido, preocupado. Catorce años, todo el día metido como un monje en casa. ¿Esto es normal? Así pensando, se paraba en el pasillo, fijaba una mirada escrutadora en un objeto, no importaba en cuál: en la estampa de Ignacio de Loyola, en el armario empotrado, en un picaporte, en cualquier cosa que le resultara comprensible a simple vista, y durante unos instantes buscaba en el objeto no sabía bien qué, una orden, una respuesta, una explicación a lo que no entendía. Hasta que no llegaba al Pagoeta, no le borraba del pensamiento la imagen de Gorka inclinado sobre el libro, sobre el puto libro.

Por la noche, a Miren, en la cama:

–O es muy inteligente o es bobo. Yo no sé a quién ha salido.

–Si es bobo, a ti.

–Estoy hablando en serio.

–Yo también.

 

Fernando Aramburu, Patria, Tusquets, 2016.

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Francisco Rodríguez Criado es escritor, corrector de estilo y editor de blogs de literatura y corrección lingüística.



 

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