Ahora que se cumplen veinte años del asesinato del concejal del PP Miguel Ángel Blanco, ahora que algunos se niegan a honrar su memoria (unos porque son filoetarras y otros porque el joven era concejal del PP); ahora que recordamos el espíritu de Ermua, o lo que queda de él; ahora que estamos como siempre –incapaces de ponernos de acuerdo incluso en los temas más básicos– es el momento de recordar lo que pasó y, salvando las distancias, sigue pasando en el País Vasco.
Se ha analizado en numerosos ensayos el miedo, la incomunicación y el odio que durante décadas ha paralizado al País Vasco. Llegaba la hora de hacerlo con la ficción –a medias, pues el contexto es real–, y Fernando Aramburu lo ha hecho con ejemplaridad. Lo hizo ya en ese magnífico cuentos de relatos que es Los peces de la amargura y lo hace ahora con la novela Patria, convertida con justicia en el libro del momento.
Sobre estos temas tan poco agradables (el odio, el fanatismo, el gregarismo, la falta de convivencia) va la novela de Aramburu y, como hablo de ella, también mi artículo, «La patria que nunca tuvimos», publicado ayer en El Periódico Extremadura.
LA PATRIA QUE NUNCA TUVIMOS
Convengo en una charla con un amigo en que la gente es aceptablemente buena, pero discrepamos en cuanto a las ideologías: él las defiende porque le conceden al individuo una escuela de comportamiento, un camino a seguir, y yo las rechazo precisamente porque anulan el libre pensamiento. Y porque, además, tienen la potestad de convertir sin demasiado esfuerzo a buenas personas en perversas. Unamos ideología y gregarismo y obtendremos odio organizado.