Las redundancias son, por decirlo sin rodeos, una de las mejores fórmulas –junto con las faltas de ortografía y la mala puntuación, entre otras– de acabar con la paciencia del lector.
No parece que nadie aprecie demasiado a esos narradores compulsivos con los que coincidimos tan a menudo en el autobús, el avión o en un vagón del tren, esos que te secuestran con su charla repetitiva y caótica y te exigen atenta escucha y una exquisita educación (para no mandarlos al carajo, que está feo). Y, sin embargo, muchas de las personas que rehúyen de esos monólogos cansinos caen ellas mismas, cuando redactan un texto, en el vicio de las redundancias. ¿Por qué lo hacen? En la mayoría de los casos, porque ni siquiera son conscientes de ello.