El barquito chiquitito. El libro de Antonio Tabucchi que estuvo perdido durante 40 años

En este artículo, Ernesto Bustos Garrido nos habla de un libro de Antonio Tabucchi, que estuvo perdido durante más de 40 años, y que Anagrama rescató para los lectores de España.

El barquito chiquitito, de Antonio Tabucchi. 40 años naufragado

Esta novela de Antonio Tabucchi (nacido el 24 de septiembre de 1943, en Pisa, Italia,  y fallecido el 25 de marzo de 2012, en Lisboa, Portugal) y Piazza d’Italia estuvieron enterradas largos años. Son de la década de los 70 y solamente hace pocos años fueron rescatadas del olvido y vueltas a editar. De Anagrama es el mérito, porque la obra inicial de Tabucchi anuncia y anticipa aquellos primores que saldrá después de la pluma del italiano, y a la vez explicará todo su proceso narrativo, culminando con Sostiene Pereira, quizá la obra más famosa y conocida de este escritor italiano que adoptó a Portugal como su segunda patria.

Al salir su tardía pero necesaria reedición, en el 2018, su creador dijo: “No había vuelto a leer este libro desde que lo escribí, y hasta yo mismo me sorprendo. (…) Aquí está la Historia con mayúsculas, de una desatinada muchacha que acarrea jubilosa duelos y malandanzas; la historia sin mayúsculas de nuestro país, por el cual sigo sintiendo la nostalgia de lo que habría podido ser y no es (…). Y, sobre todo, está el fenotipo de muchos personajes míos que vendrían después: un personaje derrotado pero no resignado, obstinado, tenaz”.

El barquito chiquitito, la historia del Capitán Sesto… y de Italia

El barquito chiquitito (escrita en Milán 1978) es la historia del llamado Capitán Sesto, que intenta reconstruir la trayectoria de su familia, a partir de unos pocos objetos hallados en un desván. Y su historia se entrecruza con la Historia de Italia, avasalladora y casi siempre injusta con los justos, tal cual lo expresa un crítico romano.

Por su parte, Alejandro Patat, del diario La Nación de Buenos Aires, afirma que «en la novela es posible rastrear las estrategias narrativas de los futuros libros del autor de Sostiene Pereira. Por un lado, la implementación de una trama en sintonía con el realismo mágico sudamericano, que tanto amaba. En algunas frases y, sobre todo, en algunos paisajes de la historia (el pueblo blancuzco, polvoriento y adormecido de la infancia de Sesto) se intuye la lectura fiel de Cien años de soledad. Por otro lado, ya están latentes los motivos principales: la identidad desdibujada, el doble, los lugares ajenos (hoteles desvencijados, paisajes agrestes), el tiempo que todo lo fagocita y carcome. Y, por supuesto, ya están en El barquito chiquitito el fragmentarismo, la cita y la parodia post modernas, otras de sus marcas de estilo». (Los Vilos – febrero 2022).

Desde el final hasta el principio (o La niña con cara de topo), de Antonio Tabucchi | El barquito chiquitito (Anagrama) Fragmentos

Tendrían que pasar muchos años desde el principio de esta historia, cuando Leonida (o Leonido) estaba cruzando a  nado  un  torrente  gélido,  antes  de  que  Capitán  Sesto  se  pusiera  a  recorrer  en  sentido  contrario  toda  su  ruta.  En  aquel  entonces,  Leonida  aún  debía  de  ser  el  jovenzuelo  todo  huesos  y  bigotes  del  retrato  que  Capitán  Sesto  encontró en el desván de la casa paterna, y nunca llegó a explicar  exactamente  las  razones  que  lo  habían  empujado  a  la  fuga  ni  cómo  habían  ido  las  cosas  aquella  noche.  Sin  duda, debió de ser una noche de invierno. Los gendarmes debieron  de  ser  dos  porque  iban  siempre  en  pareja  y  el  único  bien  que  Leonida  llevaba  consigo,  además  de  la  ropa que traía puesta, debió de ser un viejo recetario familiar envuelto en una tela de hule. Ni siquiera el año en el que todo aquello ocurrió fue posible establecerlo con certeza, a pesar de toda la buena voluntad con la que Capitán Sesto intentó echar cuentas; desde luego, era un año en el que la otra orilla aún se llamaba reino de las Dos Cerdeñas  y  en  cierta  manera  él  también,  Capitán  Sesto,  estaba  presente:  como  hipótesis  biológica  navegaba  de  hecho  en  los lomos de Leonida (o Leonido), que nadaba desesperadamente  en  las  ondas  del  torrente  helado.  Al  empezar,  pues, a relatar aquella lejana fuga, Capitán Sesto reconstruyó  la  escena  con  su  imaginación,  y  evocó  la  enjuta  figura  de  un  jovenzuelo  bigotudo,  descalzo  y  de  cabeza  descubierta, con la casaca revoloteando, que corría por la orilla de un riachuelo que en aquellos tiempos marcaba la frontera entre el gran ducado de Toscana y el reino de las Dos Cerdeñas. El campo está inmóvil, atenazado de frío, y un pálido claro de luna ilumina el paisaje, la figura que corre en el paisaje y dos sombras que la persiguen. El perseguido  acaba  de  desaparecer,  metiéndose  entre  el  cañaveral  que ribetea el borde del torrente cuando los tricornios de los gendarmes granducales ocupan su lugar contra la luna. Inmóvil,  con  los  ojos  desorbitados,  agazapado  entre  los  matorrales,  el  fugitivo  rebusca  con  la  mirada  a  través  de  los  intersticios  del  cañaveral.  En  la  carrera  ha  perdido  los  zuecos y está acuclillado con los pies descalzos en el cieno del cañaveral. Sus ojos delatan terror y una muda desesperación;  en  la  mano  derecha  agarra  un  robusto  bastón  del  que  parece  resuelto  a  servirse  en  el  caso  de  que  lo  saquen  de su escondrijo. Entre tanto, la luna, que aclara el campo cual si fuera de día, se ha dejado velar por una nube deshilachada  que  viaja  por  la  noche  cristalina.  El  fugitivo,  con  el instinto del animal perseguido, comprende que no hay tiempo que perder. Se pone rápidamente de pie y con unos cuantos pasos ligeros que se traducen en un chapoteo ape-nas  audible  alcanza  la  orilla  del  torrente.  Podría  haberse  dejado  resbalar  hacia  el  agua  en  silencio,  pero  tal  vez  se  deje  llevar  por  la  excesiva  impaciencia  de  abandonar  esa  orilla, el caso es que se lanza con los brazos extendidos al agua  turbia.  El  estrépito  resulta  fragorosamente  delator,  pero a causa de la oscuridad los gendarmes no pueden localizar el lugar exacto del río en el que se halla el fugitivo.

Resuena  un  disparo  de  fusil  que  dibuja  un  rayo  azulado  sobre la orilla granducal y se pierde en la noche. Entonces, desde la otra orilla, casi como respuesta, llega un grito de mofa que resuena en el silencio.Desde  luego,  el  lugar  y  las  circunstancias  en  las  que  Capitán Sesto empezó su relato no eran las más propicias para  la  reconstrucción  histórica.  Era,  efectivamente,  una  tarde de finales de verano y él estaba sentado en el murete de una anteiglesia polvorienta habitada por un perro amarillo,  aguardando  un  autocar  que  habría  de  llevarlo  muy  lejos  con  su  traqueteo.  El  autocar,  como  tenía  por  costumbre,  tardaba  en  aparecer,  la  tarde  cálida  y  silenciosa  invitaba  al  sueño,  el  perro  amarillo  se  había  enroscado  ante la puerta de la iglesia y el pueblo descansaba bajo un velo  de  polvo.  Capitán  Sesto  sostenía  entre  sus  manos  el  cuaderno que había comprado en la tienducha de la plaza, en el que había escrito el nombre de Leonida y, entre paréntesis, el de Leonido. Notaba esa vaga sensación de excitación y de asombro que proviene de lo desconocido y, al mismo  tiempo,  una  sensación  de  embriaguez  y  de  turbación  por  la  libertad  que  se  estaba  tomando,  porque  se  daba  cuenta  de  que  todo  lo  que  había  sido,  dependía  exclusivamente de él. Después, con decisión, junto al nombre de Leonida (o Leonido), escribió también el de Argia.

el barquito chiquitito, Antonio Tabucchi

La medicina, personificada en el doctor Poldi, le había diagnosticado a Argia una pubertad y unas funciones ováricas improbables, nada más salir prematura del vientre de su  madre;  y  en  la  época  que  Capitán  Sesto  escogió  como  arranque  de  su  historia  debía  de  ser  como  la  minúscula  muchacha  del  retrato  que  él  había  encontrado  en  el  desván de su casa paterna, con sus ojos redondos y una carita puntiaguda  que  la  hacía  parecerse  vagamente  a  un  topo.  Vivía  en  aquel  entonces  con  sus  padres  en  una  casa  de  campo  amarillenta,  desconchada  por  los  años,  en  medio  de  una  era  poblada  de  gallinas  y  de  dos  vacas  que  cada  atardecer entraban solas en el establo: todo ello propiedad de un funcionario real que estaba en Turín y que venía de Pascuas a Ramos. En definitiva, que se sobrevivía, gracias a Dios, y no hubiera resultado una vida desgraciada sin la desgracia de esa hija. El  mismo  diagnóstico  lo  pronunció  el  doctor  Poldi  cuando, con nueve años cumplidos, la estatura de la ex moribunda había alcanzado el metro y diez: medida en la que parecía decidida a permanecer de por vida, a pesar del masivo  suministro  de  huevos  frescos  al  que  venía  siendo  sometido  su  modesto  píloro.  El  decisivo  y  desesperado  salto  de  treinta  centímetros  hasta  la  etapa  extrema  de  su  crecimiento, Argia lo había realizado en su pubertad, que, junto a la pelusa inguinal y el razonable endurecimiento de las glándulas mamarias, no le había traído sin embargo las regulares reglas mensuales. El doctor Poldi, a quien la angustia materna interrogó por tercera vez, frente a la defección del menstruo que más tarde habría de revelarse solo como la dilación de un exiguo flujo que buscaba su vía de salida, se acarició por tercera vez el mentón barbudo, confirmando su diagnóstico. Pero la ciencia del doctor Poldi no tenía en cuenta  cierto  equilibrio,  cierta  íntima  congruencia,  bien  conocidos por la naturaleza, por las mareas linfáticas y sanguíneas, por la oscura caída de los óvulos en los inexplorados espacios ováricos sostenidos y guiados por sus peculiares leyes. Un día de un dulce otoño incipiente, mientras la minúscula  muchacha  estaba  ordeñando  la  vaca  en  el  establo,  acuclillada  en  el  taburete  de  ordeñar,  sintió  entre  las  piernas un líquido tibio como la leche que le salpicaba en-tre los dedos. Y simultáneamente a tal sensación se vio desbaratada por la violencia con la que sus sentidos reaccionaban ante la realidad circunstante. Argia, pese a comprender que  se  había  convertido  en  una  mujer  con  todas  las  de  la  ley, no dio excesiva importancia al acontecimiento, porque se  daba  cuenta  de  que  aquella  moderada  visita  sanguínea  no  habría  de  repetirse  con  frecuencia  mensual.  Tenía  razón.  El  invierno  transcurrió  sin  ulteriores  visitas:  tan  solo  una ráfaga de sensaciones de aumentada intensidad, como si el olfato y el oído se dilataran, daba a entender a la mu-chacha, cada treinta días, que era el día de su menstruación en seco. Con la llegada de la primavera, las reglas se manifestaron  de  nuevo,  aunque  solo  con  una  manchita  roja.  Y  así fue siempre, desde entonces.

La minúscula Argia consiguió mantener oculto su estado  durante  cuarenta  y  seis  días,  hasta  que  vómitos  y  náuseas  la  obligaron  a  decidirse.  El  doctor  Poldi  abrió  los  brazos,  después  se  acarició  el  mentón  y  masculló:  «Todo es relativo, todo es relativo», tras lo cual se sentó y  prescribió  una  decocción  que  prevenía  las  náuseas  de  embarazo. Pero  cuando  la  muchacha  se  marchó  con  la  receta,  el  doctor  Poldi  se  dio  cuenta  de  que  estaba  muerto  de  cansancio y se desabrochó el cuello de la camisa. «Todo es relativo»,  rumió  una  decena  de  veces  antes  de  refugiarse  en  un  breve  sueño  inquieto  en  el  sofacito  de  su  estudio.  Aquella  idea  lo  tuvo  hechizado  durante  todo  el  día  y  lo  obligó  a  garabatear  y  trazar  algoritmos  y  teoremas  en  su  recetario. 

Pero  aquel  fue  un  invierno  de  un  frío  desproporcionado  que  trajo  consigo  una  avalancha  de  pulmonías, y cataplasmas de mostaza, ventosas calientes y visitas nocturnas  lo  apartaron,  acaso  con  alivio  por  su  parte,  de  las tentaciones de la filosofía. De aquel pensamiento nuevo y fascinante le quedó, sin embargo, la exclamación, que habría de convertirse en su lema preferido en los años que le quedaban por vivir. Movido por la confesión de Argia y por una pulmonía galopante que el doctor Prodi se encargó de curar con cataplasmas  de  mostaza,  el  empreñador  misterioso  salió  del  henil en el que llevaba muchos días escondido; declaró llamarse Leonida y ser tipógrafo, oficio totalmente desconocido  para  los  padres  de  Argia,  pero  que  aventuraban  incompatible  o  por  lo  menos  ajeno  a  la  agricultura;  dijo  provenir de una ciudad de la Toscana que sonaba a lejanía mítica,  pero  que  en  realidad  distaba  un  centenar  de  kilómetros;  se  guardó  mucho  de  confesar  los  motivos  que  lo  habían inducido a arrojarse al gélido torrente en el que se detenían las fronteras de su estado.

La  ceremonia  nupcial  fue  rápida  y  vespertina,  como  corresponde a una boda sin velo blanco; Argia llevaba un abrigo  color  castaño  que  le  daba  un  aspecto  ratonil.  La  cena fue abundante y silenciosa: sobre la mesa de la cocina se dispuso una sopa de chicharrones, un capón y una tarta de uva, con vino dulce. En la chimenea ardía un tronco de fiesta grande, que la madre de Argia se encargaba de reavivar  cuando  la  asaltaban  las  oleadas  de  conmoción.  El  doctor  Poldi,  que  había  hecho  de  testigo,  improvisó  un  discursillo basado en la tesis de que en este mundo todo es relativo, pero antes de llegar a una conclusión que se prometía  muy  interesante,  definida  por  él  mismo  como  «el  meollo»,  tuvo  que  despedirse  a  toda  prisa  a  causa  de  una  pulmonía que reclamaba su visita mostazal.

Los  recién  casados  se  marcharon  al  alba.  Todo  había  quedado  ya  acordado  en  la  escueta  conversación  entre  Leonida y su suegro, el día en el que el ignoto amante había salido de su escondrijo. Y así fue. Los padres de Argia acabaron  dando  su  consentimiento,  temerosos  de  la  soledad: pero el oficio del joven no se convenía con el arado y además  este  no  acababa  de  mostrarse  tranquilo  en  una  casa de campo que le parecía demasiado próxima a un torrente  de  desafortunada  memoria.  Pero  nadie  preguntó  nada, nade hizo presiones de ningún tipo. Con una mula y un calesín, los recién casados se marcharon al alba. Llevaban  un  lavabo  de  esmalte,  dos  mantas  de  lana,  un  saco  de  tela  con  el  ajuar,  un  paquete  de  velas  de  sebo  y  una  monstruosa  lámpara  de  techo  adornada  con  cuentas  de  cristal, regalo de bodas del doctor Poldi. De a dónde se dirigían no supieron dar razón, ni en realidad lo sabían con exactitud.  Leonida  señaló  confusamente  hacia  las  montañas,  ni  muy  lejos  siquiera,  pero  por  su  mirada  perdida  y  por el gesto con el que el dedo índice franqueó el aire, sus suegros  entendieron  que  quería  decir  «hacia  allá».  Argia,  con la boca llena de náuseas, a pesar de la infusión que se había bebido en ayunas, rechinó los dientes en una estoica sonrisa y levantó su minúscula mano para decir adiós. La mula se encaminó de mala gana, balanceándose y echando humo por los ollares: Leonida, que llevaba las riendas, intentó aguijarla sin éxito y al final se resignó al trote. Argia mantuvo la mano en alto con gesto de saludo mientras siguió  viéndolos  a  los  dos  en  medio  de  la  era.  Después  se  asomó fuera de la calesa y, sin hacer ruido, vomitó toda la decocción del doctor Poldi.

Antonio Tabucchi

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