Adrián buscaba setas a primera hora del día, como cada fin de semana. Ese sábado, sin embargo, era muy especial. Deseaba llenar el cesto de los mejores ejemplares que pudiera encontrar ya que, al mediodía, almorzaría con Lidia, su prometida, en casa de sus inminentes suegros. Después de los postres, anunciarían su compromiso y mostrarían los anillos que sellarían su vínculo de amor, eterno.
Los padres de Lidia se sorprenderían, del todo, de una decisión tan repentina. Pero lo que desconocían era el motivo: su hija había cumplido dos faltas. Ambos, tanto Adrián como Lidia, anhelaban que aquel hijo fuese una niña: se llamaría Mireia. A pesar del contratiempo del embarazo, no se arrepentían de nada. Continuaban amándose con la locura novedosa del primer día.
Adrián disfrutaba con cada seta que cazaba. Tenía que ir con mucho cuidado, no obstante, de no recoger ninguno venenoso. Sabía que inclusive los seteros más veteranos, como su padre, eran capaces de confundirlos con los comestibles. En plena descubierta de níscalos y afines encontró un paraje, a medio camino entre el pueblo de sus futuros suegros y la montaña. Encinas, hayas y pinos se levantaban hasta lamer las nubes de tormenta que amenazaban el seco transcurso de la jornada. Adrián subió un buen tramo del nuevo camino y, acto seguido, se tomó un respiro: se sentó encima de una roca tapizada de musgo.
Entretanto, una niebla espesa empezó a acercársele. La neblina se evaporó, de repente, y de sus restos húmedos apareció una mujer de unos 80 años, con la cabeza rapada y tatuada con figuras geométricas, como de otro mundo. La abuela se abrigaba del helor del rocío con un mono de piel plateado, con adornos de metacrilato y estaño, y calzaba botas de drag queen. Dos anillos, que resplandecían oro, le enjoyaban la mano derecha. Adrián, mientras observaba curioso la vestimenta de la anciana, se preguntaba dónde había visto antes esos ojos. Seguidamente la abuela cayó de rodillas, abrazó al chico y arrancó un chorro inacabable de lágrimas. La mujer, entre sollozos, gimió: Papá, por fin…
Adrián permaneció inmóvil, sin saber qué decir ni qué hacer. La mujer continuaba llorando sin parar. Finalmente, él reaccionó.
—No llore más, por favor —le suplicó Adrián—. Levántese, mujer, que el suelo está frío…
La abuela le agarró del brazo y se acomodaron sobre un par de rocas. Ella lloraba, todavía. Pero una inmensa alegría se reflejaba en sus arrugas de años, paños y daños. Adrián empezó a serenarse. Mientras tanto, barajaba la hipótesis de que se tratase de una paciente huida de algún centro psiquiátrico de los alrededores. Decidió tomar el atajo y verlas venir.
—¿Ya está más tranquila, señora?
—Sí, gracias… —respondió la abuela, con una sonrisa agridulce.
—Disculpe… —se atrevió Adrián—: ¿Me puede decir de dónde ha salido usted?
—No creo que lo puedas entender… —le anunció la anciana con un rictus de desconfianza en los labios.
—Pruébelo —le recomendó Adrián.
—Como quieras…: acabo de morir —le contestó la abuela.
—¿Qué…? —intervino el chico con una mueca de estupefacción.
—De una embolia.
—¿Cómo…? —le preguntó Adrián, sin entender ni jota.
—Pues como te decía: acabo de morir y he ido Ahí Arriba —dijo la mujer mientras señalaba el cielo con la mirada.
—¿Y…?
—Me han ofrecido cumplir un deseo antes de cruzar, definitivamente, la puerta.
—¿Y cuál ha escogido?
—Conocerte.
—¿Por qué?
—¿Todavía no sabes quién soy, verdad? —le planteó la abuela.
—Pues la verdad, no… —le contestó Adrián sin dejar de mirar esos ojos que le recordaban a alguien, ¿pero a quién?
—Soy Mireia.
—¿Quién? —le preguntó un alucinado Adrián.
—Tu hija.
Esas palabras le taladraban el cerebro. Adrián no comprendía nada de nada. Pero, en cambio, aquella mirada lo tenía completamente hechizado.
—Háblame, papá, por favor… —le suplicó Mireia.
—No sé qué decir… —consiguió susurrar Adrián, cada vez más absorto.
—¡Date prisa! ¡La nube! Mira, ya vuelve…
Adrián giró el cuello y admiró, fascinado, la neblina grumosa que se les aproximaba.
—¿Por qué dices que soy tu padre?
—¿En qué año estamos? —preguntó Mireia.
—En 2018, por supuesto…
—¿Mamá debe estar embarazada, verdad?
—¿Quién?
—Lidia…
—¿Cómo lo sabe?
Se miraron de nuevo. Por un instante, Adrián creyó que estaba hablando con su próxima suegra, la madre de Lidia.
—Por lo que más quieras, dime que me quieres… ¡De prisa, la nube!
Adrián no sabía qué hacer ni qué decir, pero esos ojos…
—Te quiero, hija…
—Gracias, papá…
En un santiamén, la nube engulló a Mireia y la volatilizó. Antes de hacerlo, la abuela se despidió de Adrián con la mano derecha. Entonces él se pudo fijar, con claridad, en los dos anillos. Uno lo reconoció, inmediatamente: era el que regalaría a Lidia, después de almorzar; el otro, sin embargo, no lo había visto jamás.
Cuando la niebla se desvaneció, Adrián recogió el cesto lleno de setas. Permaneció ahí unos minutos todavía, observando el charco que había desprendido la nube después de desaparecer. Pensó en todo lo ocurrido. La abuela que decía que era su hija, sus ojos y, sobre todo, el anillo, el anillo que él había comprado 24 horas antes. Acabó de completar el cesto, con desidia, con un puñado de setas diversas que cortó del primer árbol con el que tropezó. Finalmente, se encaminó hacia casa de Lidia. Era necesario que llegara pronto: tenía que limpiar las setas. No estaba seguro del todo si les comentaría el encuentro con la enigmática abuela, su supuesta hija…
Una vez en la mesa, Lidia le preguntó si le pasaba algo. Adrián solo se vio capaz de sonreírle, de sesgo:
—Nada, no me pasa nada: no sufras… Solo es la boda, el embarazo, todo eso; todavía no lo he acabado de digerir.
Acto seguido, se dieron un beso. Adrián, de reojo, vio cómo la madre de Lidia les observaba con esos ojos verdes que todo lo controlaban. Como si nada, continuaron almorzando hasta que se acabaran todas las setas. Adrián repitió. Estaba hambriento, entre el ejercicio y el incidente de la mañana. Todavía no les había comentado nada. Quizás no valía la pena. Durante los postres, tal y como habían planeado, Adrián y Lidia aprovecharon para enseñar los anillos de boda. Adrián sufrió una taquicardia cuando se dio cuenta de que el suyo, el que le regalaba su prometida, era idéntico, el mismo, el que no había reconocido en la mano de la abuela del bosque. Se metió en la cama durante un buen rato.
Hasta última hora de la tarde no se levantó. Parecía que ya se encontraba un poco mejor. Pero fue ponerse en pie y caer redondo. Estaba muy mareado y empezó a vomitar. Oyó cómo alguien llamaba a urgencias. Él ya sabía que no hacía falta ningún médico. Sabía que se estaba muriendo, envenenado por las setas que había cazado por la mañana.
Imagen destacada: Pixabay
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- Franch, Octavi (Autor)

Octavi Franch (Barcelona, 1970). Escritor de todos los géneros en todos los formatos, ha publicado unos 75 libros y ganado más de 100 premios literarios. Retirado de las letras por motivos laborales durante 7 años, en 2015 resurgió de la penumbra. Actualmente está acabando de reeditar su obra en catalán, publicándola en castellano y empezando a editarla en inglés. Además, es dramaturgo, guionista audiovisual y articulista. También lleva a cabo, por encargo, cualquier función dentro del sector editorial. Visita su muro de Facebook
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