Cuento de Arthur Koestler: El verdugo Wang Lun
Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado Wang Lun. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando este subía al patíbulo.
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.
El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre se encontraba al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:
–¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:
–Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.
Arthur Koestler (Hungría, 1905-1983), Memorias, Barcelona, Lumen, 2011, pág. 272
- Relato corto sobre el matrimonio (Emilia Pardo Bazán)
- Dos historias sobre los urcas. La violencia (real) en Siberia
Cuento de Juan Pedro Aparicio: El grito
La joven duquesa de Montflorite se había preparado a conciencia para la guillotina. Le habían dicho que evitara mirar el entorno, el verdugo, la cuchilla. De camino al cadalso mantuvo los ojos cerrados. Y, mientras la multitud increpaba al carromato lleno de aristócratas, ella rezaba. Subió luego también a ciegas la escalinata de madera con la ayuda de un soldado. Y sólo abrió los ojos cuando, pasado el duro trance, se halló entre las paredes de una canasta sobre un montón de cabezas volteadas y sangrantes. Sintió más asco que horror y quiso gritar pero ya no le salió la voz.
Cuento de Francisco Rodríguez Criado: Últimas palabras
–En fin –dijo Amid para rematar su larga parrafada–, mira si estaría desesperado en aquella época que conseguir este empleo me hizo sentirme el hombre más afortunado del mundo.
El reo, que había estado escuchando atentamente, sonrió y estiró el cuello, que Amid el verdugo cercenó de un tajazo limpio con su afilada hacha. La cabeza del reo, desprendida del tronco, se echó a rodar por el cadalso, todavía sonriente. Amid la miró con contrición mientras se secaba el sudor y la sangre de la frente, lamentándose de que ya no iba a tener un compañero a quien contarle sus problemas.
Microrrelato incluido en Un elefante en Harrods, De la Luna Libros, 2006
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